EL MUNDO Y LA LIBERTAD : hacia una nueva Ética transindividual

 

                                                                        SOLEDAD EROLES


El Mundo
y
La Libertad


Miquel Casals Roma

Profesor de Geografía e Historia / Licenciado en Derecho / Escritor

quelocasals@yahoo.es

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                     Edición gratuita y de libre difusión

                       Artesa de Lleida, 8 de julio de 2020


Formato audiovisual en:

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                                                    PRESENTACIÓN: abstract


 “El Mundo y la Libertad” pretende ofrecer una visión útil de nuestro Mundo que sirva para afrontar la crisis en la que se encuentra, devolviendo su genuino significado a la Libertad y restaurando el incalculable valor de la Filosofía y de la Ética: ambas ciencias nos ayudarán a reconocer aquellos paradigmas que, como una jaula invisible, atenazan la visión de nuestro Mundo. 

  En la Segunda Parte la obra propone una Ética nueva, basada en la “dignidad del interés”, transindividual, que dé cabida a dos nuevos sujetos: el Planeta y la Humanidad, cuya inclusión implicaría significativos cambios en la Política y el Derecho del Mundo. 

  La parte final se refiere a la otra cara de la Ética, denominada “Ética del Destino” (“Ética de lo bueno”), para la cual se propone una nueva ubicación en un campo intermedio entre el individuo y la sociedad: el Patrimonio Común.


ÍNDICE


                                                  PARTE I. UNA VISIÓN DEL MUNDO

     I.1. Crisis de nuestro mundo.

     I.2. ¿Qué hemos dejado atrás? o la Tesis de los tres olvidos. 

     I.3. La Polethiké y sus paradigmas. 

     I.4. El individualismo. 

     I.5. Los derechos humanos. 

     I.6. La Democracia. 

     I.7. Las Constituciones y la Separación de Poderes. 

     I.8. Los Estados. 

     I.9. El Capitalismo. 

     I.10.¿Y la sociedad? 

                                 PARTE II. UNA VISIÓN ALTERNATIVA DEL MUNDO 

    II.1. Consideraciones previas. 

    II.2. El Planeta, los ecosistemas y la biodiversidad. 

    II.3. La Humanidad. 

    II.4. Nueva articulación política: la Constitución libre del Mundo. 

    II.5. Organización y funcionamiento del nuevo sistema político. 

    II.6. ¿Y el Capitalismo?

                                      PARTE III. UNA ÉTICA DEL DESTINO 

   III.1. ¿Qué es la Ética del Destino? 

   III.2. Éticas del Destino. 

   III.3. Ética del Destino: Libertad o Necesidad. 

   III.4. Una “humilde” propuesta. 

   III.5. La Ética del Destino y lo trascendente.

   III.6. La Ética del Destino y la Humanidad.

   CONCLUSIÓN: Instrucciones para salir de la jaula

  BIBLIOGRAFÍA 



                     PARTE I. UNA VISIÓN DEL MUNDO


     I.1. Crisis de nuestro mundo. 

 

   “Crisis de nuestro mundo” es una expresión formada por dos sustantivos comunes en nuestro lenguaje, “crisis” y “mundo”; y pese a todo su combinación provoca cierto estupor. Referirse a una “crisis mundial” parece un privilegio de los dementes o de los desesperados, vetado al sentido común. Y, sin embargo, en el inicio de esta obra pretendo apelar al sentido común para explicar que nuestro mundo atraviesa por una crisis grave, sin precedentes.

  Vayamos por partes: para comprender el alcance de la expresión, será necesario referirme al significado de ambas palabras.

  “Crisis”, tal y como se desprende de la propia definición de la RAE, es tanto “un cambio profundo o de consecuencias importantes”, como “una situación mala o difícil”. En la expresión utilizada como título para este párrafo, “crisis de nuestro mundo”, elijo ambos significados: el de cambio profundo y el de situación mala o difícil. Nótese que la palabra “crisis” está hoy en día muy extendida en los medios de comunicación, incluso en las discusiones cotidianas, aunque generalmente utilizada con efectos limitados a un sector: crisis económica, crisis alimentaria, crisis política… Sin embargo éste no es mi propósito, sino el de hacerla extensible a todos los ámbitos.

  “Mundo” es definido como “el conjunto de cosas que existen y de la humanidad”, por lo que es todo aquello que está dentro de nuestro planeta: nosotros, los seres humanos, los demás seres vivos (animales y plantas), y lo que denominamos Litosfera, Atmosfera e Hidrosfera. Es importante señalar que la propia definición se refiere a “conjunto” y no “comunidad”, por lo que da a entender que en el Mundo no hay una organización global, sino que más bien es un montón de cosas que lo único que tienen en común es compartir el hábitat planetario.

  Siguiendo la lógica de ambas premisas, podemos concluir diciendo que “crisis de nuestro mundo” es una situación grave, difícil, que implica un cambio profundo que afecta al conjunto de todas las cosas y seres vivos que se encuentran en el planeta.

  El titular es alarmante, aunque del mismo no hay que inferir un mensaje escatológico, al estilo del “fin del mundo”.  El fin del mundo implica la destrucción del planeta y el hombre no dispone de la tecnología para hacerlo saltar en pedazos. Tampoco mi propósito es el de añadir más gotas al desbordado vaso de angustia en que se está ahogando la humanidad, más bien pretendo vencerla. La angustia, como la felicidad, no dependen del presente, sino del futuro: lo que ensombrece nuestros rostros no es el fragor de la tormenta, sino su amenazador estruendo y vislumbrar como el horizonte se va cubriendo de nubarrones.

  En la crisis de nuestro mundo, la especie humana tiene un protagonismo abrumador. Para juzgar la magnitud de la amenaza, me valdré de tres indicadores a mi juico preocupantes: el crecimiento demográfico, la huella ecológica y el ritmo de extinción de seres vivos.

  Por lo que se refiere al crecimiento demográfico humano, quiero hacer un breve inciso a la creencia de que hay territorio de sobras en el mundo para sostener el ritmo ascendente de pobladores. Es fácil pensarlo cuando desde la ventana del coche o del tren, nos quedamos embobados, observando una interminable sucesión esmeralda de árboles. ¿Quién dice que no hay territorio para todos? Injusto es considerar que los seres humanos sólo ocupamos la superficie del planeta formada por nuestros asentamientos (pueblos, ciudades) y sus infraestructuras, considerando como naturales los espacios agrícolas (cultivos) y ganaderos (granjas y pastos).  Todo cultivo y pasto lo es para proporcionar alimentación, directa o indirectamente (ganado), a nuestra especie. Según la base de datos de la FAO (“Global Land Cover SHARE”) del 2014, las tierras de cultivo y los pastizales ocupan el 25% de la cubierta terrestre mundial (12,6% cultivos y 13,0 pastizales), con la previsión de que la producción de alimentos tendrá que aumentar el 60% para 2050. Es una superficie considerable. La cobertura forestal representa un 29,4 % del total (a la que se añaden superficies arbustivas y herbáceas), desiertos y hielo (23%)… En la ocupación del planeta, los humanos nos llevamos más del 25% de la mejor superficie. No pretendo ahora reivindicar un reparto igualitario entre especies. Mi propósito no es el de reducir el número de cultivos y de pastos. Es mucho más modesto: comprender que la Tierra no es un recurso ilimitado y que no está hecha sólo para nuestro disfrute. Aceptando esto, no podemos multiplicarnos ilimitadamente por el planeta: necesaria es ya una decisión que implique un control demográfico (hasta que no hayamos conquistado otros planetas) y hacerlo lo más pronto posible, de forma racional y equitativa, antes de optar por otra de abrupta y violenta, debida a nuestra falta de previsión, que es lo que me temo que va a suceder. La ONU estima que los más de siete mil setecientos millones de seres humanos alcanzados en 2019 pasarán a ser nueve mil millones en 2050 y once mil millones en 2100. Otras estimaciones son aún más pesimistas. Pero sólo son estimaciones. Lo que es obvio es que nuestra expansión se ralentiza, pero sigue. Lo que no puede crecer es el planeta.

  El segundo indicador al que quiero referirme es el de la huella ecológica (Global footprint network) según el cual el ritmo que el ser humano hace de consumo de bienes del planeta (denominados recursos naturales por nuestra visión instrumentalista) equivale a 1’75 Tierras, lo que viene a indicarnos que éste sobrepasa la capacidad de la Naturaleza para regenerarse. Cada año el Planeta dispone de menos bienes (recursos) para atender las necesidades de los seres vivos que lo habitamos. No sólo cada día somos más en el mundo, sino que consumimos más. 

   Según el dossier Evaluación de los Ecosistemas del Milenio (2005) elaborado a petición del Secretario General de la ONU, el impacto de la actividad humana sobre los ecosistemas es significativo y creciente. El nuevo informe del IPBES (Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos) del 2019, también auspiciado por la ONU, admite que se ha acelerado en mil el ritmo de extinción de seres vivos y habla de un “declive sin precedentes”. Un millón de los ocho millones actuales está en peligro de desaparición. Desde el siglo XVI, se contabiliza el fin de 690 especies vertebradas. Pero ¿a qué cuento viene esto de la biodiversidad?, ¿sirve de algo que haya tantos seres vivos distintos en el mundo? La segunda es una pregunta mezquina, instrumentalista, antropocéntrica, pero sobre todo indigna. Cada tipo de ser vivo que habita este planeta (desde la mosca del agua al oso polar, pasando por la mariposa moteada o la serpiente cornuda) es único en el planeta y es el resultado de un formidable esfuerzo biológico de millones de años para adquirir su configuración actual. Cada espécimen es distinto, peculiar, y su pérdida es un daño irreparable del patrimonio universal. Una gran muestra de nuestra mentalidad homocéntrica (y a la vez una escalofriante percepción) es nuestra total indiferencia hacia este fenómeno: la extinción de una o varias especies es un asunto que no es nuestra incumbencia. 

  No es mi propósito hacer de este ensayo un alegato ecologista, ni que el lector entienda que hago uso de una ideología para interpretar la realidad del mundo. Me inclino por pensar lo contrario, que nuestra ideología tiende a ocultar dicha interpretación, que nuestra “ceguera capitalista” no distingue los verdaderos problemas, silencia las causas y las sustituye por otras distintas. En pocos manuales de Historia aparecen la demografía o los recursos naturales como los detonantes de la Segunda Guerra Mundial o de cualquier otro conflicto o fenómeno humano. Es más conveniente sustituir los problemas ecológicos por otros que no impliquen el verdadero reconocimiento de nuestra situación. ¿Cómo avanzará el sistema económico si tenemos que controlar nuestra demografía y el consumo de los recursos? Pero lo cierto es que detrás de cualquier grave amenaza que ronde el planeta están presentes el exceso demográfico /yo una necesidad de control de los bienes del planeta (recursos naturales en nuestra jerga instrumentalista).

  Para comprendernos como Humanidad necesitamos la mirada del “otro”. Y ese “otro”, dotado de razón y consciencia, o no existe o no se nos ha aparecido. Un sano ejercicio de nuestra imaginación sería el de sentirnos observados por unos alienígenas más desarrollados que, explorando el universo, se dedicasen a espiar de incógnito la situación de nuestro planeta. Intuyo que lo harían sin llamar nuestra atención, guiados por la buena fe de no entorpecer nuestro desarrollo ni producirnos una brusca conmoción como la que sufrieron los amerindios ante los conquistadores europeos. (si fuesen malignos no habrían tenido escrúpulos en presentarse bruscamente y poner en práctica sus abyectos propósitos). ¿Qué pensarían de nosotros? Seguramente les asombrarían algunos logros de la Madre Naturaleza y de la Humanidad. Pero también descubrirían el abrumador dominio que ejercemos sobre lo demás. Y lo contradictorio que sería que un ser aparentemente racional y libre, condujese el desarrollo de su civilización con una gravísima falta de sentido común, encaminando a la especie humana y a las demás, al denigrante abismo de su propia calamidad.  

  ¿Por qué no cambiamos el curso de nuestro destino? Esta es una de las preguntas del millón. Para abordar la cuestión quiero referirme a uno de los fenómenos más denigrantes de la Humanidad: la guerra, que es el más infame y violento de los recursos que disponemos para resolver nuestros conflictos, una lacra que sigue sacudiendo una parte del mundo: Siria, Libia, Yemen, Iraq… Aunque parezcamos alejados de toda convicción, en otros tiempos hemos vivido con la esperanza de que era posible extirparla: a finales del siglo XIX, o en los años veinte (el espíritu del pacto Brian-Kellog,1928), en los años setenta y ochenta con las denuncias fílmicas de Vietnam, incluso en los años noventa con la caída del Muro... Fueron el canto del cisne. Al empezar el siglo, sobre nuestra mentalidad se ha posado la fatal sombra de una turbia resignación: la guerra es para los ciudadanos de este siglo un acontecimiento inevitable, ínclito en nuestra naturaleza, un mal endémico dirigido por una alianza entre los beneficios de la industria de armamento y los políticos sin escrúpulos. Ya nadie sale a la calle a exigir paz. Pero no es el único mal aparentemente endémico. La contaminación también lo es, así lo indican los fracasados intentos de los Estados en llegar a un acuerdo por la reducción de los gases de efecto invernadero (al que añadiría la fragilidad de la aplicación del acuerdo en caso de ratificarse). Cada tentativa en resolver el problema es como el insistente y mezquino propósito de romper la pared dando golpes con la cabeza. La explotación sostenible de los recursos naturales o el control demográfico son asuntos que ya ni tan siquiera se plantean en los foros internacionales. Cuando nuestros nietos nos increpen por la fundición de los glaciares, por la extinción del oso polar, por el agotamiento del petróleo, ¿qué les diremos? ¿qué nuestra generación lo merecía más que la suya? O simplemente que la vida es así, ¡qué le vamos a hacer, demasiados problemas teníamos para pensar en vosotros! ¿Es este el hombre al que Kant denominaba “digno” o más bien un villano egoísta que no merece un lugar en el universo? 

  Dejemos a un lado a la ecología y vayamos al meollo del asunto. Pues a lo que quiero referirme no es a la inminente debacle ecológica, sino a otra, que denomino crisis moral que azota a la Humanidad. Crisis moral en su doble sentido: el de falta de aliento para enfrentarse a los problemas, como la de una guía para acometerlos. La esperanza por un futuro mejor ha sido lamentablemente barrida en aras de una patética resignación. La Humanidad ya no se plantea luchar porque considera lo malo como inevitable, acepta la fatalidad de su sino, estoicamente, inmovilizada por unos implacables grilletes de unas leyes que ella misma se ha dado. No hay mayor cobardía que huir de nuestra propia responsabilidad, así lo diría Sartre, aceptando de que las leyes que hemos creado con nuestra libertad son necesarias y no contingentes, y en una inmensa y egoísta dejación de responsabilidades, pues hacia el abismo al que nos dirigimos, empujamos a una parte importante de seres vivos y riqueza planetaria.  

  El ser humano no cree en él mismo. Pero en su infinito egoísmo, ni tan siquiera intenta evitar el daño que hace a todo lo demás. Además de dejarnos engullir por nuestro precipicio, atraparemos al resto de mundo para que caiga con nosotros. Actuamos como una especie indigna, un ser racional que merece la repulsión de nuestros semejantes (si los hay en otros rincones del universo), que no tiene ningún aprecio más que a ella misma: qué digna hubiese sido la solución  de arruinarnos solos y dejar al mundo libre y en paz; es aquí cuando me viene a la memoria el sacrificio que hace el protagonista, interpretado por Bruce Dern,  en el filme “Naves silenciosas” (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972): sacrifica toda la tripulación para proteger la cápsulas en las que se encierran los últimos ecosistemas de la Tierra.

  Y es aquí cuando me pongo existencialista, con toda la carga filosófica que ello implica, y afirmo con total rotundidad que el ser humano puede elegir entre actuar con dignidad o sin ella. A nosotros nos es dada esta posibilidad, que se llama Libertad, de proyectar nuestras acciones benéficas en el universo. Podemos elegir ser una especie digna, lo cual supone asimismo reconocer la dignidad de otros intereses en el Mundo, ofreciendo al universo nuestras maravillosas creaciones artísticas, culturales; o aparecer como los villanos que, después de autodestruirse, pusieron al planeta en los límites de su supervivencia. Del camino que elijamos, llegaremos a un destino u otro: el de la gloria o el de la villanía. Y es aquí donde aparece la esperanza: en creer y luchar por la Libertad. Y desde esta palabra tan maravillosa, quiero seguir el ensayo, partiendo de la que denomino como la “tesis de los tres olvidos”. 


   I. 2.  ¿Qué hemos dejado atrás? o la “Tesis de los tres olvidos”.

 

   ¿Qué ha sucedido para qué entre nosotros, ciudadanos que hemos emprendido el nuevo siglo, haya cundido tal desmoralización?, ¿qué hemos perdido en nuestro camino hacia el futuro y deberíamos retomar para recuperar nuestra fe?

  Hay tres temas que en algunos momentos de nuestra historia han sido decisivos pero que, en la imprudente convicción de su obsolescencia, les hemos dado la espalda hasta relegarlos al olvido. Estos tres asuntos, de tamaños distintos, comparten un espacio común y pueden encajarse entre ellos como las muñecas matrioska: el de alcance más pequeño puede encajarse en el segundo y éste, en el tercero, que es el más grande.

  Para el desarrollo de mi exposición de “los tres olvidos”, seguiré el método de las muñecas matrioska y empezaré destapando la más grande, referida a un tema que ya he mencionado con anterioridad.

  El primer olvido es el de la genuina Libertad. Y digo genuina para distinguirla de otra libertad que sí que tenemos bien patente en la declaración de los derechos humanos, troceada en múltiples variantes. La Libertad a la que quiero referirme es la libertad como potencia, como posibilidad infinita que tenemos para elegir lo que vamos a hacer. Vendría a compararse con todo el caudal de imaginación que dispone un escritor para contar una historia. Es un caudal inmenso. Esta Libertad se ha ido perdiendo y nos la ha arrebatado la que en un principio fue legítima y liberadora pretensión, pero que se ha convertido en asfixiante, y es la de encerrar el curso de todo nuestro mundo en las leyes de la necesidad del saber científico. La Ciencia, que fue la gran aliada de nuestro futuro, en su implacable avance ha ido parcelando el conocimiento humano (incluso la cultura) en áreas que se estudian desde la perspectiva de las leyes de la necesidad (Matemáticas, Física, Biología, Antropología, Sociología…). Hay unas ciencias que se autodenominan puras, cuyas implacables leyes, como la de Pitágoras, son inexpugnables ante cualquier cuestionamiento. Otras ya no lo son tanto, están un poco “pervertidas” por cambios impredecibles, como son las leyes de la gravedad, las de biología, y en dicho escalón de pureza, descendemos a otras “pretendidas” ciencias como las económicas, y otras aún incluso se las cuestiona como tales, sean la Psicología, la Antropología o Sociología. Sin embargo, el propósito de todas ellas es acceder al sacrosanto trono de la Verdad, convertir su saber en científico, que no es nada más que explicar el funcionamiento del mundo de acuerdo con unas leyes independientes a nuestra libertad, que nos parecen seguras: siguiendo a Kant las denomino leyes de la necesidad. Así, me caigo a un precipicio por la ley de la gravedad, tengo sueños en los que codifico mis represiones, compro por motivaciones irracionales, el precio de un producto lo determinan la oferta y la demanda, un criminal lo es porque de pequeño un padre alcohólico le pegaba, las enfermedades infecciosas tienen un coeficiente de letalidad… Esta tendencia a encerrar todo nuestro conocimiento desde la perspectiva científica de unas leyes, las de la necesidad, tiene una larga trayectoria: sufrió un empujoncito en la Baja Edad Media, se alzó con fuerza en el XVII y adquirió vigor definitivo con la Ilustración. Actualmente, el saber recopilado y dividido en parcelas se expone en base a dichas leyes. Con ello hemos apartado otro tipo de saber (en el sentido de conocimiento acumulado y forma de entender el mundo) basado en nuestra libertad por configurarlo, el que depende y es creado por nosotros mismos. A este saber, olvidado, lo incluyo dentro de las Ciencias de la Libertad (que no coinciden con las Ciencias Humanas o con las que Dilthey denominó Ciencias del Espíritu), en contraposición a las Ciencias de la Necesidad.

  Y es aquí donde enlazan la fe ciega en las Ciencias de la Necesidad con el curso de nuestro presente, porque creer que dichas ciencias son las únicas, implica la resignación de la Humanidad (consciente o no, expresa o tácita) a aceptar lo que nos sucede como fruto implacable de dichas leyes, sean matemáticas, físicas, económicas, psicológicas… Son ellas las que justifican los fenómenos naturales, y por extensión también los humanos.  Al aceptarlo así, ya no cabe hacer algo por nuestra cuenta, pues la necesidad lo gobierna todo, esfumándose la esperanza en la Libertad. 

  Y es al aceptar el curso implacable de las leyes de la necesidad, resignándonos a ellas, cuando hacemos uso de nuestra libertad, negándola.

  Y es al hablar de las Ciencias de la Libertad (más tarde precisaré cuáles son), cuando vienen a colación los otros dos olvidos, las otras dos muñequitas rusas que quedan por destapar. La segunda se mostrará al responder a la siguiente pregunta: si el método que sirve para desvelar las leyes de lo necesario es el método científico, ¿cuál es el que utilizan las leyes de lo libre? Lo cierto es que en ellas no cabe el método, pues las Ciencias de la Libertad carecen de límites en su campo de acción racional. Pero sí hay palabras y definiciones que pueden servir para hacer una aproximación. Y lo que para las Ciencias de la Necesidad es el método científico, para las Ciencias de la Libertad es la Filosofía. Y de esta forma hace acto de aparición la segunda muñequita de la tesis de los olvidos.  

  La Filosofía se considera hoy un arcano, una actitud obsoleta, inútil, excéntrica. Prueben de hablar en voz alta sobre Hegel y Kant en una terraza concurrida de verano, preferiblemente en la playa. No creo que funcionen las alusiones a Heidegger para ligar en una discoteca. Lo que antaño se consideró un caballo indomable, hoy es un fósil expuesto en un museo. Pese a todo, no nos cabe otra forma de entender y afrontar el mundo percibido como un espacio en el que actuamos libremente. Una herramienta que no tiene método, ni más leyes que las de su propio capricho, ni más límite que el que encierran las palabras y los pensamientos. Es tanto una actitud como una parcela de conocimiento, y se resiste a ser abordaba desde la perspectiva académica de las Ciencias de la Necesidad. La Filosofía no busca leyes, se las inventa.

   Nuestro conocimiento exige una perspectiva y cuando pretendemos comprender nuestro mundo, lo podemos hacer desde el punto de vista la Necesidad o de la Libertad.  Nuestra cultura se ha empeñado y lo sigue haciendo en desvelar las leyes de necesidad que parecen regir nuestro mundo. El empeño es, por cierto, legítimo y beneficioso, pues nos ha ayudado a acumular más conocimiento y a aplicarlo con los descubrimientos tecnológicos. Los avances de la Medicina, de la Química, la Física… nos han ayudado a mejorar nuestra calidad de vida y a prolongarla en el tiempo. Pero no podemos dar la espalda al otro conocimiento, creado por nosotros mismos, que es aquella parte del mundo que se gobierna por las leyes que nosotros le damos. Los avances tecnológicos parecen reducir las limitaciones que impone el mundo de la necesidad (alimentación, volar, comunicarse…), lo que debería suponer un aumento de nuestra libertad para configurar nuestras existencias. Así el progreso humano nos va liberando del imperio de la necesidad para acercarnos a la libertad en la que nada nos limita: vivir el tiempo que uno considere, no sufrir enfermedades ni dolor … Sin embargo, nos resistimos a creer en la libertad.  

  La Filosofía ha sido la madre de la Ciencia. Así fue en la Grecia jónica:  todo el saber formaba un conjunto heterogéneo llamado Filosofía y a sus adeptos, se les llamaba filósofos. Desde Aristóteles, el conocimiento fue especializándose y se independizaron los saberes: las Matemáticas, la Astronomía, las Ciencias Naturales… Llegado el siglo XIX la Madre ya debilitada, enflaqueció de forma drástica con la emancipación de las ciencias sociales: la Sociología, la Antropología, la Psicología, las ciencias políticas... Y así nuestro conocimiento adquirió su actual marchamo: parcelado en múltiples visiones distintas, pero todas ellas basadas en el estudio y búsqueda de unas leyes inexorables e inalterables, para explicar con ellas los fenómenos naturales y humanos. Y así la Filosofía, de cuya actividad surgieron muchas visiones y conceptos que nos son comunes, como Ciencia, Democracia, Capitalismo, Derechos Humanos, Estado, Separación de Poderes y un largo etcétera, yace olvidada y cubierta de telarañas, cuál arpa de Bécquer. Lo que nos queda de ella es una actitud y un saber apartados del circuito de la Ciencia: una parte se ha destinado a estudios abstractos de Lógica, otra a disquisiciones que no tienen la base sólida de un objetivo, otra a insípidos artículos que sólo sirven para llenar revistas y a sus autores para acumular méritos, y a una asignatura en la enseñanza secundaria que se balancea en la cuerda floja del currículum. Me imagino que otro grupo de aficionados habrán optado por ventilar sus opiniones en un apartado jardín epicúreo antes de exponerse a la vejación y al escarnio del público ávido de víctimas a las que sacrificar en su altar de la verdad suprema. 

  Para destapar la tercera muñequita, es decir, el tercer olvido, diré que la Filosofía viene a implicar, por un lado, una visión de nuestro mundo referida a aquello que no está determinado por las leyes de la necesidad, pero también una actuación sobre éste ¿No somos nosotros, los humanos, los que establecemos libremente nuestras formas políticas de gobierno, decidimos cómo es la justicia, las leyes y normas que rigen nuestra sociedad y el destino que pretendemos alcanzar? De la Filosofía no se emanciparon todos los saberes, sino que algunos aún permanecieron leales a ella, pues no encontraron soporte alguno en el mundo de la necesidad, y dentro de ellos, el más importante es el de la Ética.

  La Ética sigue su curso dentro de la Filosofía, y se encarga de estudiar los principios, los valores, las leyes que nos damos los hombres en nuestro ámbito de la libertad. Es una ciencia creativa, pues dichas leyes (como los mismos derechos humanos) los obtenemos del pensamiento, del raciocinio, ingenio o imaginación, y aquí no tenemos la garantía de ningún método experimental, sólo el conocimiento acumulado podrá servirnos para formular nuevas perspectivas y soluciones. ¿Qué es la Ética hoy en día? Sólo se me ocurre esta respuesta: una ciencia degradada. Lo que antaño llegó a formar la cúspide del saber (Estoicismo, Epicureísmo…), ahora se ha convertido en unos remiendos o útiles para las Ciencias de la Necesidad llamados “éticas aplicadas”, en una asignatura aburridísima del currículum escolar, en una palabra vacía o sustituida por otra más parca y mundanal como “ciudadanía”, que más nos recuerda a cómo respetar a los ancianos y a las señales de tráfico que a cómo afrontar el sentido de nuestras vidas. La actitud, el estudio de los valores y los principios con los que debemos regular nuestras existencias (tanto en el ámbito particular como político), en base a nuestra libertad, es ahora tratado como un simple e insignificante harapo del conocimiento humano.

  La clasificación de las Ciencias, propuesta en esta obra, las divide en las de la Necesidad, cuyo objetivo es el de encontrar explicaciones que se basan en el mundo de unas leyes que no han sido creadas por nosotros (desde las Matemáticas a la Psicología), y en las llamadas Ciencias de la Libertad, que se encargan de estudiar y aportar conocimiento a los valores y leyes humanas. ¿Cuáles son éstas? Para no alejarme mucho de lo pretendido en este ensayo, haré un avance rápido: la base de dichas ciencias es la Ética, pero junto a ella, están la Política y el Derecho. Las tres están hechas de contenidos que libremente se da el hombre (por y para él). Y al contenido conjunto lo denominaré, en adelante: Polethiké (Politiki, Ethos y Diké). Consciente soy, al menos, de la existencia de una cuarta “Ciencia de la Libertad”. Al lector dejo en la incógnita y le invito a adivinarla. La solución la encontrará en los apartados finales de este ensayo.


     I.3. -La Polethiké y sus paradigmas.


  Pese a la insistencia de algunos filósofos, el concepto de Ciencia es “puramente” humano y lo hemos elaborado en orden a nuestra libertad. Aceptar que la Ética, la Política y el Derecho son ciencias depende de la idea que nosotros nos hagamos de ella. Hoy en día, siguiendo la tiránica dictadura de las leyes del mundo de la necesidad, está muy extendida la creencia de que sólo es científico lo que es verificable empíricamente y que atiende a un método específico. A mi juicio, dicha definición es válida para las llamadas Ciencias de la Necesidad. Pero Ciencia puede entenderse de otra forma, como todo conocimiento útil a la Humanidad, venga dado por una ley necesaria o libre y sin método que la determine; ampliando así su campo a las Ciencias de la Libertad. Pero no es mi propósito el de empantanarme en cuestiones de Filosofía de la Ciencia. Aunque a uno de sus principales mentores tendré que recurrir para seguir el curso de esta obra: Thomas Samuel Kuhn, figura indiscutible, en su “The Strucuture of Scientific Revolutions” (1962) afirmó que las ciencias se regían por una serie de creencias, teorías, métodos compartidos y asentados en los científicos, y que para sustituirlos por otros, serían necesarias verdaderas revoluciones, tal y como sucedió con el paso del geocentrismo al heliocentrismo, o del creacionismo al darwinismo. A dichas creencias las llamó “paradigmas” (“universos de discurso” según Wittgenstein), un término cuyo uso, desviado de su significado original, se halla actualmente en plena eclosión. Tengo que reconocer que, tras meses de desorientadas y frustrantes elucubraciones, la teoría de los paradigmas de Kuhn fue como una iluminación súbita que me sacó de la oscuridad, dejando al descubierto un camino por el que proseguir: ¿por qué no admitir paradigmas en la Polethiké?

  Aceptar el influjo de los paradigmas en las Ciencias de la Libertad, es afirmar que existen unas teorías o creencias en la comunidad de los filósofos y, por extensión, a todos los individuos (pues con ellos orientan sus vidas) que se articulan como teorías, como creencias comunes e indiscutibles, es decir, como dogmas. Pero hay una diferencia importante con respecto a los paradigmas del mundo de la necesidad, y es que éstos aparecen perfilados claramente como paradigmas, mientras que no sucede lo mismo con los del mundo de la libertad. Los científicos tienen un juicio claro de lo que para ellos es ciencia y lo que no lo es, y de lo que son dogmas científicos. Pero la Ética hoy en día no es considerada una ciencia (el mismo Wittgenstein, en su Conferencia sobre Ética, afirmó que no aportada nada al conocimiento), lo cierto es que no tiene perfiles claros de lo que es, y en esta indefinición, los paradigmas desfilan inadvertidos por el universo de nuestras convicciones. Sin embargo así como los paradigmas de las Ciencias de la necesidad son descubiertos por científicos, los de la Polethiké son creados en orden a nuestra libertad, y pueden ser sustituidos por otros de mejores (en el sentido de que se adecuen a nuestra situación actual). Pero la invisibilidad de la que están dotados los hace inexpugnables a las críticas. La mayoría de ellos surgieron de la última gran eclosión de pensamiento en Polethiké que fue la Ilustración, pero otros aún son más antiguos. Han sido muy valiosos para nuestra sociedad, pero su perniciosa invisibilidad ha convertido en crónica nuestra ceguera al entender nuestro mundo y al interpretar las herramientas que disponemos para cambiarlo. 

  No puedo ofrecer una respuesta contundente a la pregunta de cuáles son los paradigmas de la Polethiké. Tampoco puedo alegar que me he sumergido en una metódica investigación (si es que este tipo de actividad es posible en la Filosofía). Considero que el paradigma fundamental es el individualismo, y por dicho motivo le dedicaré más atención. Pero hay otros, vinculados y subordinados el anterior: la Democracia, los Estados-nación, la Separación de Poderes, los Derechos Humanos y el Capitalismo. Evidentemente todos ellos son términos populares. La invisibilidad a la que me refiero es en el hecho de concebirlos como paradigmas insustituibles, como realidades invencibles sobre las que no caben planteamientos alternativos.


    I.4. El individualismo.


  El individualismo es el paradigma Madre, sobre el que se asientan los demás. Es la base de la Polethiké y el dogma que guía el funcionamiento de nuestras sociedades y de lo que he denominado mundo de la libertad. Por lo tanto, es la guía y medida de nuestra Ética, es la cosmovisión del mundo occidental sobre aquella parte configurada por leyes humanas.

  ¿Qué es el individualismo? Articular el mundo de la libertad en base a los intereses individuales. Es decir, nuestras leyes, nuestra política, nuestra ética, se formulan en base a satisfacer los intereses de los individuos (que son los seres humanos racionales, uno por uno, vistos desde la Ética). Dichos intereses son tanto materiales (vivienda, alimentación…) como intangibles (proyectos de vida, felicidad, experiencias placenteras…). El individualismo atomiza el mundo y la sociedad, considerando que la base de la misma son los intereses de cada uno de los miembros que la componen. Para que el individualismo tenga sentido debe sustentarse en dos premisas: la autonomía de la voluntad del individuo (el hecho de que pueda decidir de acuerdo con su interés) y concebir al hombre como un fin y no como un instrumento.

  El individualismo ya estuvo presente en nuestra sociedad desde épocas arcaicas, pero sólo en casos aislados (grupos privilegiados como reyes, emperadores, nobles y sólo en sus relaciones internas) y tuvo una eclosión tan intensa como efímera entre los ciudadanos varones en la Atenas clásica y otras polis democráticas. Lo cierto es que durante lo que llamamos Prehistoria, Edad Antigua, Media y la Alta Edad Moderna, la individualidad como tal no se había extendido a la mayoría y los seres humanos eran súbditos, ciudadanos como mucho, insertos en una sociedad que determinaba lo que eran a través de un sistema social impuesto y una Ética común (Socionismo o Koinonía). Nadie creía que sus intereses fuesen soberanos, sino que éstos se subordinaban a los que se establecían en la sociedad y que favorecían a las clases dominantes. La lucha por la individualidad, la emancipación del hombre respecto de la sociedad estamental en la que estaba inserto supuso un proceso arduo y doloroso, y no fue hasta la Ilustración cuando se produjo la “revolución individualista” en Occidente y uno de los cambios de paradigmas más importantes de la historia de nuestro mundo libre: la condición de individuo se extendió a todos los seres humanos y la sociedad empezó a articularse en base a sus intereses. A partir de entonces, cada ser humano dirigió su propia vida, se ciñó a sus intereses, y concibió la sociedad como el terreno en el que éstos se ponían en juego. Como producto de aquella nueva noción, aparecieron cambios radicales en nuestro mundo de la libertad: una nueva noción de justicia, basada en los derechos humanos y de la organización política, la democracia. Los Estados dejaron de ser reinos y pasaron a ser naciones y se configuró la propiedad privada como la ley humana que articulaba la economía. 

  El gran precursor del individualismo fue el alemán Immanuel Kant (1724-1804). En el camino de fundamentar su ética, acabó definiendo al individuo tal y como lo concebimos actualmente: libre, con autonomía de voluntad y digno de sí. Sin embargo, es importante formular dos aclaraciones. Por un lado, a finales del siglo XVIII la Humanidad rondaría los 700 millones de habitantes (es decir, una décima parte de la actual) y el hombre aún pugnaba por dominar las fuerzas el Planeta: el asunto de una futura crisis ecológica poco o nada contaba en la mentalidad de Kant. El otro punto a tener en cuenta es que la Ética de Kant se sostenía en su creencia en Dios y, sobre todo, en un más allá que compensaría todas las injusticias y deberes del mundo. Ambas patas, ahora quebradizas, hacen que el individualismo de Kant exija urgentes remiendos o deba sustituirse por otro paradigma. 

  Cierto es que el individualismo no ha tenido el camino expedito. Por un lado, en el XIX se gestó el paradigma socialista que acabó conjugándose con el individualismo, siguiendo unos ajustes “traumáticos” y aún discutidos, con la aparición de los derechos sociales y el Estado del Bienestar. En el siglo XX los totalitarismos, en sus versiones fascista y comunista, fueron una agresiva apuesta contra el individualismo que acabó en estrepitoso fracaso. A partir de los años ochenta, agonizando el bloque comunista, los dictados de Yalta y Postdam fueron sustituidos por las reuniones Reagan-Thatcher, Reagan-Juan Pablo II que cincelaron un nuevo modelo de individualismo occidental de corte neoliberal, para adaptarlo al futuro mercado mundial, basado en la tríada ética patria-familia-religión. Este modelo se ha prolongado unas tres décadas, sin otro rival que la aparentemente exitosa “receta china” de capitalismo-comunismo.

   ¿Cuáles son las virtudes del individualismo para que haya tenido tan sonoro éxito durante tan largo período de tiempo? Ahora sólo me referiré a una: la medida del interés. En la sociedad convergen múltiples proyectos: privados, empresariales, aficiones, sociales… y difícil es articularlos de forma justa y efectiva. Es una inmensa relajación para el poder político que cada ciudadano gestione su existencia de la forma que considere más conveniente, siguiendo criterios individuales. Lo contrario implicaría, intromisiones que conducirían a graves injusticias. Cada vez que los poderes políticos han decidido agrupar los intereses individuales en conglomerados abstractos llamados bienes colectivos (sanidad pública, seguridad colectiva), la tentación totalitaria ha surgido cuál seta en otoño.  Los bienes colectivos son prácticamente inconmensurables y los políticos se otorgan el poder de gestionarlos, pese a que son individuos como nosotros. El error de cálculo se hace inevitable. Conferir a la salud y a la seguridad pública un valor añadido al de los individuos afectados, implica aceptar el riesgo totalitarista de un poder que gestione un valor abstracto.  El atomismo individualista es útil en cuanto hace que cada uno gestione su propio interés, pues cada uno es el que está en la posición adecuada para actuar en su ámbito, e implica considerar lo colectivo como una suma, sin más, de los intereses individuales implicados. Cierto es que el interés de cada uno es distinto: a veces muy intenso, otras escaso; y es aquí donde intervienen los políticos, valorando el alcance de cada uno. Lo mismo puede hacerse extensible a la voluntad: no hay una voluntad general más allá que la de los individuos implicados en su formación. Desde nuestra posición podemos valorar los intereses de otro u otros, ayudarlos o guiarlos, pero no hay barra de medir para los llamados intereses generales o colectivos. La crisis epidémica del Coronavirus ha puesto esta cuestión en el tapete, entre otras más, como la necesidad de una coordinación mundial frente a la pandemia. Regresaré más tarde a ambas ideas, pues son las claves sobre las que quiero sostener la articulación de un sistema político nuevo.

  Sin embargo, el individualismo ha sido la principal causa del olvido (por no decir disolución) de la Ética. De hecho, hay un camino inversamente paralelo entre la consolidación del individuo y el olvido (o la disolución) de la Ética. Quizás el motivo sea la fabulosa y descomunal tarea que Kant asignó a cada uno de nosotros por separado: la de configurarnos un sistema propio de principios y valores. Tal tarea, amén de exorbitada, habrá sido aborrecible para muchos, que en el camino han olvidado quien fue el principal responsable de la formulación de los paradigmas que gobiernan sus vidas: Kant. Los individuos no hemos mostrado mucho interés en la susodicha labor y hemos preferido dedicarnos a lo material y tangible. Por otro lado el Derecho nos ha echado una mano y ha colaborado en tal colosal tarea, recogiendo en las leyes una parte de la Ética, la referida a la justicia (la ética de lo justo) para transformarla en mandato (derechos humanos). Sin embargo, que un ideal aproximado de justicia haya sido recogido en unos textos denominados leyes, no nos protege a los individuos ni a la sociedad de las injusticias, ni tan siquiera la hace mejor “per se”. Es imprescindible un mejor conocimiento de las raíces de la ética de la justicia, para que los ciudadanos formulemos nuestros juicios políticos de una forma reflexiva y crítica. Pero en realidad estamos muy lejos de todo esto: lo que advierto al escuchar las opiniones de mis conciudadanos es una vaga y difusa idea de lo que es el valor de la autonomía de la voluntad y de los derechos y libertades. Lo que en realidad abunda es la infinita propensión a una aplicación indiscriminada, en cuantos casos sean posibles, de la simplicidad ética elevada a su máximo exponente: “no hagas a los demás lo que no quieras que hagan contigo” 

  En peor posición ha quedado la otra parte de la Ética, la que se encarga de indicarnos o de ayudarnos a encontrar los valores de nuestra vida (ética de lo bueno). Así, de una Ética unificada e impuesta socialmente que nos decía cuál era el sentido de nuestras vidas (un más allá formado por un paraíso o un infierno), hemos pasado a una ética troceada en tantos individuos como hay en el planeta. Y entre medio, el camino tomado por algunos de elegir éticas religiosas arcanas (Cristianismo, Islamismo, Budismo y Judaísmo) y vivirlas en el ámbito privado de sus existencias. Parece ser que hay una difícil conciliación entre individualismo y Ética: encontrarla es otro de los retos que trataré de afrontar en la parte final de este ensayo.

  Sin embargo, que nadie se lleve a equívocos: el individuo es el sujeto ético por excelencia. No hay ser en nuestro planeta dotado de conciencia, racionalidad, voluntad y ansia de vivir como el individuo. En estos hechos radica el valor de nuestra dignidad. Agrupados en la humanidad, los individuos hemos elaborado, al margen del patrimonio natural, uno de propio, el artístico, cultural y tecnológico, que es otro inmenso legado para nuestro universo.

   No sólo el individualismo es un paradigma; también lo es la asociación mental del Individualismo con el Liberalismo. ¿Puede el Individualismo materializarse en una organización política distinta a la liberal o su aplicación nos conducirá, siempre y de forma inexorable, a un sistema etnocéntrico, capitalista y privatista? Mi apuesta es aportar nuevos caminos por los que discurra este paradigma, pues a mi juicio sigue siendo necesario para articular nuestra Polethiké y la ética del Mundo. 

  El Individualismo es el paradigma por excelencia de las Ciencias de la Libertad. Se articula en otros seis paradigmas (uno general, otros cuatro político-jurídicos y otro pseudo-económico), que a falta de un vocabulario específico, los denominaré “paradigmas de aplicación”. Éstos son: los Derechos Humanos (paradigma de justicia), los Estados, la Separación de Poderes, la Constitución y la Democracia (paradigmas de organización y funcionamiento político externa e interna) y el Capitalismo (paradigma pseudo-económico). Pasaré a analizarlos uno por uno.


      I.5. Los Derechos Humanos.


  Los Derechos Humanos son la invención de los filósofos de la Ilustración que proporcionó al Individualismo la necesaria medida de justicia. Pueden considerarse uno, sino el mejor, de los avances de la Ética en toda nuestra historia: permiten a los individuos ajustar sus relaciones entre ellos y con los poderes públicos, además de representar un ideal de justicia laico y común a todos. Evidentemente son ideas, leyes, principios elaborados por los humanos para los humanos, por lo tanto forman parte del acervo de nuestra Libertad. Y sin olvidar que lo que les da valor como tales es su ejercicio a través de la autonomía de la voluntad.

  La medida de justicia proporcionada por los derechos humanos nos ha servido para articular política y jurídicamente nuestras sociedades. No hay principios de justicia que hayan estado más cerca del consenso mundial. El Estado, concebido “ad intra” (desde adentro) es un ente instrumental creado para garantizar dichos derechos (Estado Liberal), también en los denominados sociales (Estado Social o Estado del Bienestar). La sumisión del poder al individuo es un logro inmenso, pero un logro que exige control a través de información objetiva, transparencia y medios para la inspección, control y denuncia de los abusos de poder.

  Por supuesto, los Derechos Humanos que ya fueron recogidos en el siglo XVIII, y universalmente declarados en 1948, no encarnan la perfección ética. Al actuar como paradigma, ni tan siquiera se ha planteado su reformulación, permanecen inalterables “in secula seculorum”. Por supuesto que unos principios de justicia de este valor merecen ser protegidos y para ello hay que evitar constantes revisiones que sólo aporten incertidumbre a nuestro sistema jurídico. Pero nada obvia que, tras periodos razonables (el que corresponda a una o varias generaciones, o un montante de años, cuyo mínimo sea diez), puedan ser revisados por un poder constituyente. Pero no ha sido así, y hemos convertido los Derechos Humanos en una proyección simbólica de las tablas de los diez mandamientos: una leyenda de piedra inalterable, que ha presenciado, impertérrita, los vertiginosos cambios de los siglos XIX, XX y XXI, ensanchándose así la distancia entre la eficacia de dichos derechos y el mundo real.

  No se trata de renunciar al paradigma de los Derechos Humanos, pero sí reconocer que son eso, un paradigma, una elaboración humana en base a nuestra libertad y que puede (y debe) modificarse. Una revisión concienzuda, metódica, universal, (quizás siguiendo los célebres dictados de la Ética Discursiva de Apel y Habermas), en períodos de tiempo más o menos dilatados.

    ¿Qué desfases o lagunas pueden haber surgido en nuestro sistema de derechos y libertades? No es el propósito de este ensayo el de elaborar una lista de agravios, pero trataré de hacer algunas menciones.

    Empezando por los derechos sociales, los que implican una gestión activa de los poderes públicos y han supuesto la actual configuración del Estado del Bienestar (derecho a la vivienda digna, a la educación, a la sanidad, a la justicia gratuita…), otro logro de la humanidad que permite a los ciudadanos tener cubiertas la mayoría de las necesidades básicas y recibir las oportunidades adecuadas para su desarrollo. Sin embargo, hay una percepción mezquina de una gratuidad implícita en dichos derechos; algunos ciudadanos están convencidos de que su obtención es legítima independientemente de cualquier compromiso: el simple hecho de ser humano les da acceso a ellos; como si la gratuidad fuese una lógica en el mundo económico. Las leyes de la necesidad exigen un intercambio (de energías, de prestaciones, de productos por dinero) para el funcionamiento de la economía: si damos a nuestros hijos una educación gratuita, si pretendemos que el bolsillo de los litigantes no influya en los procesos judiciales, u ofrecer una sanidad universal con garantías, es porque todos, en la medida que nos sea posible, debemos contribuir a ello. Así defiendo la “posición del correlato”, que no es más que añadir la mención de nuestros deberes económicos con el Estado en el mismo párrafo y en relación de igualdad en la que colocamos los derechos sociales. Añado otra pretensión mucho más ambiciosa (y a la que me referiré más tarde) que es la de establecer una contabilidad de prestaciones individuo/Estado (todo lo recibido gratuitamente, todo lo aportado), sin más propósito de hacernos conscientes, a cada uno de los ciudadanos, de cuánto damos y de cuánto recibimos. 

   Hoy en día se hace continuo eco la reclamación de un “derecho a la muerte” o un “derecho a la muerte digna” vinculado con la eutanasia. Resulta paradójico asociar la expresión derecho (subjetivo) con muerte, o derecho a una muerte digna, porque ambos términos, derecho (subjetivo) y muerte, son incompatibles como lo serían el ser y el no ser para Parménides. Esto no es óbice para tener en consideración la petición de alguien que desee terminar su vida cuando lo considere oportuno, de una forma digna e indolora. Morir, según se entienda, puede ser más un alivio tanto para quien posee la vida a la que quiere poner término, como para quienes le acompañan, como para la sociedad, como para el mismo planeta. Que esta afirmación pueda enfurecer o escandalizar a muchos (y deberán preguntarse por qué) no le quita certeza alguna. Evidentemente no hay decisión más individual que ésta, la de seguir vivo o no: permitir que la tome otro sería acabar con la base más elemental de nuestros derechos y libertades. Dado que derecho a morir no parece una expresión afortunada, el camino más acertado parece el del derecho a una vida digna. Y tal derecho implique, a su vez, la decisión del adulto que decida terminar con su vida para evitar que ésta se vuelva indigna, en la medida que él mismo tiene de lo que es dignidad. Claro que dicha “medida de lo digno” necesitará de la concurrencia de la autorización de personal especializado.

  Otra consideración está relacionada con el llamado “derecho a la privacidad”, del que cada vez se hace más alusión, y al que vincularía con la ola neoliberal traída a partir de los años ochenta. La definición de privacidad que aparece en la RAE, es la de “ámbito de la vida privada que se tiene derecho a proteger de cualquier intromisión”. Cuando la vida privada de una persona se proyecta es un espacio físico (de la taza del retrete al paseo dentro de un jardín vallado pasando por el ejercicio del “salto del tigre” en la habitación) parece que caben pocas discusiones. El mismo derecho a la intimidad protege dichos espacios. Pero la vida privada incluye otro ámbito, que es el de la información, y tengo la impresión de que las personas (que son los individuos trasladados del plano ético al jurídico) hacemos una valoración parcial e interesada de este derecho cuando nos arrogamos la propiedad de la “información” que consideramos nuestra. ¿Puede la información ser objeto de propiedad?, ¿puede un individuo tener el poder de usar y gestionar exclusivamente una información determinada, por muy vinculada que esté a su persona? ¿podemos extender los principios de la propiedad privada a la misma información? Mi juicio es que no. Evitar la difusión de una información que pueda perjudicarnos no es lo mismo que considerarse su legítimo propietario. La información, el conocimiento, no debería ser susceptible de apropiación: es contraproducente. No parece necesario, a mi juicio, el derecho a la privacidad cuando el de la intimidad ya cumple su función. Y en lo relativo a la información, habrá que ser muy cuidadoso tanto en lo dañino que puede ser revelarla a terceros, como en lo perjudicial e injusto que puede resultar no hacerlo, pues como todos sabemos, no hay poder más temible que el que controla la información. La maldad se multiplica como las cucarachas en las zonas oscuras; es en los lugares bien iluminados donde pueden brillar la justicia y la bondad. Y esto nos pone en contacto directo con el que considero uno de los valores políticos más imprescindibles para el siglo por el que estamos avanzando: la transparencia, que pese a estar vinculada con lo justo, se articula mejor como un principio organizador de los poderes públicos.

  Otra mención es la relacionada con el consumo de drogas y sustancias estupefacientes. Legales lo son el tabaco y el alcohol, más por motivos históricos que por su caracterización de “blandas”. Un ejercicio de la autonomía de voluntad es el de consumir para sí lo que un ser humano considere oportuno. Hemos de entender que cada uno decide lo que es apropiado para su cuerpo, siempre que disponga de la información y educación adecuada para tomar decisiones. Desde este punto de vista, un ciudadano adulto (pongamos por encima de los veinte años), educado en Occidente, no puede verse privado del consumo de drogas o estupefacientes, si así lo desea, aunque sea por adicción. De hecho, los Estados prohíben el consumo público y la venta de dichas sustancias, pero les es materialmente imposible tipificar y coaccionar el consumo individual en ámbito privado. Dado que el consumo público o la venta comercial pueden implicar una incitación al consumo de sustancias que encierran un peligro potencial de adicción para cada individuo, su prohibición puede entenderse sensata y legítima para un sistema que protege nuestros derechos. Otro asunto es la producción y distribución “neutral” de dichos estupefacientes. Los Estados deberían de asumir el control de estas actividades, para que la droga no sea un negocio “sucio” y negro como lo que es. La ilegalidad ha supuesto un florecimiento espectacular de las mafias, del dinero negro y los delincuentes. Cuando el ejercicio de una actividad puede implicar daños físicos, psíquicos y patrimoniales a los individuos (drogas, apuestas, máquinas tragaperras), ¿por qué no se las confiamos al Estado, entendido como entidad que se amolda a una disciplina neutral, dirigida por las leyes y que actúa sin ánimo de lucro?

  Para terminar con este epígrafe dedicado a los Derechos Humanos, quiero referirme a lo que en nuestra Ética de lo justo es considerado como el derecho, valor y principio por excelencia: la igualdad. A mi juicio lo son otros dos, la libertad y la justicia, en parte porque el segundo ya la lleva implícita, pues lo equitativo implica un reparto proporcional, darle a cada uno lo que se “merece”, entendido este “merece” como un montante de bienes (salud y educación universal…) y derechos indispensables para cada individuo (ético), persona (jurídico) o ciudadano (político). La igualdad “a secas”, sin más añadidos, no un valor en sí, sino lo contrario, pues impone como tal una asimilación global de los individuos, una homogeneidad que va en contra de la deseable diferencia, que es la fuente de toda riqueza. La misma Naturaleza nos da una pista, exigiendo acervos genéticos distintos, fuera del círculo familiar, para engendrar seres sanos. Cuando la igualdad de conduce a los planos jurídico y político, o a la discriminación como acción reprobable, es cuando ésta tiene valor: llámese igualdad jurídica o igualdad de derechos políticos. Tan sagrado es el camino emprendido para conseguir una sociedad que trate de que todos recibamos un trato equitativo, como profano y peligroso es el alcanzar la sociedad en la que “todos somos iguales”. Tal peligro es a veces una amenaza real cuando agrupamos a los ciudadanos en una masa mediocre y espesa que denominamos “pueblo” cuyos deseos se articulan en índices de audiencia o de opinión, o cuando arrinconamos a los que destacan para ajustarlos a los que van rezagados, en aras a conseguir un nivel de mediocridad “razonable” y “equitativo” para todos. Y en esto quiero insistir, y requiero al ciudadano para que advierta las dos caras de la moneda de la igualdad, tan valiosa la una como perversa la otra.

    

     I.6.  La Democracia.


  La Democracia es uno de los “paradigmas de aplicación” del Individualismo, concretamente el que establece el funcionamiento político interno. Las formas históricas de articulación de nuestras sociedades humanas (Absolutismo y Antiguo Régimen, Monarquía y Feudalismo, Castas…) responden al llamado “esquema socionista”, es decir, aquél en que la ética es social y la sociedad determina al individuo (y no al revés), por lo que no son compatibles con la visión moderna del Individualismo. Existe la tácita creencia de que no hay alternativa a nuestras democracias, lo que las convierte en paradigma por excelencia del funcionamiento político de nuestras sociedades. A Churchill se le atribuye la frase de que la “Democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. Tiene la apariencia de una leyenda indiscutible e impertérrita, dispuesta a prolongarse interminablemente en nuestras sociedades políticas, como lo son los Derechos Humanos. Sin embargo no es así.

  No hay una, sino varias formas de Democracia. La nuestra se denomina Democracia Representativa, pues se ejerce mediante el voto de los ciudadanos para elegir a sus representantes, los políticos. En la Atenas clásica existió una Democracia distinta, la Participativa, que implicaba el ejercicio activo del poder político por cada ateniense varón y libre. Hubo en Atenas y en otras polis griegas, el germen de un Individualismo que nunca se extendió a la mayoría, cuyos titubeantes principios se difundieron por el mundo helenizado, hasta ser borrados de un plumazo con la irrupción y el florecimiento de las Éticas totalitarias judía, cristiana y musulmana. 

  La idea de que hay más de un modelo democrático distinto, debería de ponernos en guardia. El actual surgió como posibilidad a fines del XVIII, como realidad en el XIX, se consolidó en el XX frente a los embates totalitaristas: hoy en día es la forma de gobierno que se ha ocupado de varias generaciones de ciudadanos en Occidente. Apenas ha cambiado desde su gestación. Los engranajes más destacados de este sistema son los procesos electorales (y referéndums), los mandatos a medio plazo (4-5 años), los partidos políticos, el derecho a voto y la legitimación de las decisiones por mayoría.

  A mi juicio, la chaqueta de crisis le va muy estrecha a las democracias actuales. Me parece más adecuado el término decadencia. El mecanismo actual de nuestras democracias representativas está desfasado con las demandas de nuestras sociedades interconectadas. Mientras tanto, el modelo chino, próximo al totalitarismo, va ganando adeptos, en especial desde la crisis del coronavirus: tal fracaso está estimulando a los propios ciudadanos a disolver su individualidad, a resignarse a una modalidad de socionismo, en pro de una gestión presumiblemente más eficaz. La invisibilidad como paradigma le proporciona a la Democracia un escudo protector frente a la mentalidad del ciudadano, e incluso del filósofo, que insisten machaconamente en considerar las nefastas gestiones políticas como debidas a causas coyunturales, atribuibles a leyes de la necesidad, como la corrupción (naturaleza humana) o la influencia de los agentes empresariales (preponderancia del interés económico). La idea de que la verdadera causa sea el propio sistema, que debería reformarse desde sus cimientos, apenas está extendida: nadie cree en que tengamos margen (Libertad) para cambiar nuestro paradigma de funcionamiento.

   Las democracias occidentales se enfrentan al reto de cambiar o perder. Les ha ido muy bien en todo el siglo XX, siempre han salido victoriosas, frente al Imperialismo, frente al Fascismo y al totalitarismo comunista. Tantos son los triunfos, que se ha ganado el aura de invencibles. Pero no lo son, al menos para los que creemos que el futuro depende de nosotros. 

  Cuando abro la veda a las críticas contra los males del sistema, caen como en un contumaz bombardeo los argumentos como proyectiles. ¿Por dónde empezar? La diana más apetecible lo son, por supuesto, los políticos: los autodenominados legítimos representantes no actúan como tales, ni como hombres de Estado. Seleccionados por procedimientos oscuros, a través de la ingeniería opaca de los partidos políticos, nuestros dirigentes acceden al poder sin hacer valer ninguna garantía ética. Tampoco importan los méritos adquiridos. Son puestos al mando del timón después de recibir el refrendo de miles de equis en una papeleta. Nuestros medios de comunicación nos presentan como decisivos en ellos aspectos superficiales como la imagen y la capacidad de persuasión.  En segundo plano la oratoria. Actúan básicamente ofreciendo políticas a corto plazo, pues su mandato dura cuatro años, haciendo grave dejación de asuntos que exigen resultados a largo plazo. En el fondo su capacidad de maniobra es escasa, pues son piezas movidas por los partidos políticos. Los políticos apenas actúan como servidores de los ciudadanos, sino del partido político o de los lobbies circundantes. Los verdaderos agentes de nuestra política son los partidos políticos. Ya no son organizaciones temporales ni estratégicas, sino entidades soberanas con pretensiones de perpetuidad, con unos intereses propios de supervivencia que no son los de los ciudadanos o los de los Estados. A esto llamaré más tarde intereses espurios: distorsionan el flujo de intereses de los ciudadanos y de las leyes.  Su naturaleza mixta les permite cambiar el color de piel como un camaleón según su conveniencia: son públicos para recibir fondos económicos, pero privados para mantener en secreto su funcionamiento y organización, incluyendo la gestión interna y el proceso que permite a los candidatos ascender peldaños. Si uno de sus miembros hace un estropicio (llámenlo escándalo de corrupción), lo sustituyen por otro sin necesidad de rendir cuentas ante nadie, aunque haya sido su organización la que lo haya seleccionado. Los intereses de los partidos están detrás de las políticas y los presupuestos de muchas acciones que llevan a cabo los poderes ejecutivo y judicial.  Pero no son los políticos, ni los partidos los que merecen ser el blanco de toda la crítica. Las campañas electorales están a la altura de las acciones de un vendedor ambulante de crecepelo. Y en el ojo del huracán, el derecho a voto, la más lamentable de todas las derivas: la aspiración ética que ha implicado grandes sacrificios a la Humanidad, transformada en equis en una papeleta. Siendo así, es lógico que el voto no sea más que una acción irracional, manipulable, pero también un imprevisible Frankenstein que se ha vuelto contra sus propios creadores.

  Lo que he expuesto es una lista de agravios contra la Democracia Representativa, pero dicha enumeración requiere una explicación más sencilla, que defina tal crisis desde la “raíz del mal”. Desde una perspectiva individualista entiendo que la causa está conectada con un “problema de flujo de intereses”, pues el cometido de la Democracia es hacer que se asegure la gestión de los intereses legítimos, que son los de los sujetos éticos (precisaré más tarde dicho término), que se manifiesten adecuadamente y circulen libremente hacia el centro de decisión (el político) y que desde el mismo se resuelvan las cuestiones en atención a los intereses propuestos. Todo esto trataré de explicarlo mejor en la segunda parte, en la que se proponen alternativas a los modelos actuales, aunque ciclópea es la pretensión de tratar de delimitar un ideal de sistema político de gestión y el de ofrecer una articulación práctica del mismo en una obra como ésta.  

   

    I.7. Las Constituciones y la Separación de Poderes.


  Los dos paradigmas político-organizativos internos son las Constituciones y la Separación de Poderes. Su vinculación con el Individualismo no es tan clara como sucede con los otros. Gran Bretaña, por ejemplo, carece de Constitución escrita. Sin embargo, los dos tienen la potencia de invisibilidad con la que los inviste todo paradigma: ni tan siquiera se cuestiona su existencia. 

  La Constitución encarna el marco jurídico supremo de un Estado. Poco voy a añadir al respecto. El mandato constitucional, jurídicamente entendido como supremo y soberano, es la mejor garantía para una sociedad organizada.  Tal idea de predominio legislativo tiene antecedentes remotos: Hamurabi y Solón. Otro aspecto es la configuración del poder constituyente y su ámbito territorial, al que me referiré en otro apartado. De momento añadiré que es en las constituciones donde con más intensidad se manifiesta el símil de las “Tablas de los diez mandamientos”, tanto en su connotación sagrada como de perpetuidad. Y es aquí donde insisto en que, si bien las constituciones deben tener estabilidad, dicha estabilidad no debe traducirse en vocación de perpetuidad, que es lo que me temo está acaeciendo. ¿Por qué no someter nuestros textos constitucionales a profundas revisiones generacionales?

  Otro aspecto es el de la Separación de Poderes. Es un paradigma de índole marcadamente intelectual, como el de los Derechos Humanos, en el sentido de que se gesta desde una obra filosófica (“El Espíritu de las leyes”) y se proyecta al mundo físico. Está dotado de tal potente invisibilidad que hace que haya pasado desapercibido desde hace casi trescientos años frente a las críticas al sistema: pocos o nadie proponen que los poderes del Estado puedan dividirse en más (poderes de información pública o de inspección como ya propuse en “El fin de la democracia”) o puedan organizarse de otra forma. Sin embargo, tantas son las deficiencias que presentan las organizaciones políticas que lo entiendo como otro paradigma herido de muerte como lo es la Democracia. Sin embargo, la falta de alternativas (proposiciones filosóficas), hoy en día, lo convierten en inexpugnable. Para abordar tal paradigma, sería necesario plantearse la misma esencia de lo que es el poder, lo que es el Estado desde una perspectiva “ad intra” y la división entre las sociedades política y civil. La solución puede estar en redefinir la noción de poder político (dentro del ámbito de nuestra libertad), o en romper con la estricta barrera que separa la sociedad del mundo político, “sociocivilizar el Estado” como propuso Javier Muguerza, aunque este último mantenga su impronta pública. Tal propósito no lo abordaré en la presente obra.


    I.8. Los Estados.


  Los Estados son modelos históricos, territoriales, soberanos, extendidos a toda la humanidad. Son los centros básicos de organización y funcionamiento político de los individuos, de forma que todo el territorio mundial, salvo la Antártida, está parcelado en Estados. Se definen por su territorio, población y órganos políticos. Tienen dos manifestaciones:

  En su manifestación “ad intra” (articulación interna), los Estados actúan como centros gestores de la sociedad y los intereses individuales. Tienden a ser servidores en los Estados liberales, y autoritarios en los Estados totalitarios: son las dos direcciones “ad intra” en las que suelen actuar. Actualmente, el mundo Occidental se organiza como Estado liberal. Otra parte del mundo en desarrollo, lo hace en Estados pseudoliberales o pseudototalitarios, en los que hay un equilibrio entre las fuerzas totalitarias y liberales (Rusia, Turquía). China y Corea del Norte están en el otro extremo: un socionismo basado en la ideología secular del comunismo.  

  En su manifestación “ad extra”, frente a los demás Estados, actúan con unos intereses propios, distintos a los de los demás. Son competidores.

  Esta doble manifestación de los Estados les dota de un aire esquizofrénico, al estilo de los progenitores celosos que despliegan con idéntica proporción atentos cuidados a sus vástagos (ad intra), como fiera enemistad a los que son ajenos a la familia (ad extra). 

  El Estado es el paradigma básico de organización política. Desde un punto de vista interno, los Estados se organizan de acuerdo con unos límites establecidos en la Constitución, en la que se consagran los Derechos Humanos y la Separación de Poderes. A nivel externo, los Estados son soberanos, sin un poder coactivo superior a ellos y sin un propósito común, de forma cada uno busca la forma de procurarse el suyo: la principal ley en sus relaciones es la “ley de la selva” para la consecución de su propio interés. Hay Estados proclives a aceptar un Derecho Internacional común y una cesión de soberanía a órganos supraestatales, con clara oposición de aquellos estados a los que interesa mantener el statu quo mundial (Estados Unidos, China, Rusia, Estados europeos nórdicos…).

  Los Estados son entidades construidas históricamente. Aparecen con el alumbramiento de las civilizaciones (Mesopotamia, China, Egipto) y, pese a todos sus cambios (desde las llamadas ciudades-estado e imperios a los Estados liberales o totalitarios) han mantenido constantes sus rasgos hasta la actualidad: territorio, población y poder.

    Hay una aceptación casi unánime de que los Estados son un paradigma inevitable. Pocos son los que creen en la posibilidad de un modelo distinto de organización política territorial mundial. Como ya referiré más tarde, los Estados “ad extra” son parcelas que manifiestan un interés propio, el de la suma de los individuos que conforman su comunidad. Dado que cada Estado defiende unos intereses particulares, es prácticamente una quimera intentar alcanzar un tratado a nivel mundial que los satisfaga, pues son un total de ciento noventa y tres, cada cual dotado de su idiosincrasia. Ni tan siquiera es posible alcanzar acuerdos de ámbito regional, tal y como sucede dentro del seno de la UE, que ha tenido que finiquitar su proyecto constitucional o cualquier otro que implique cesión de soberanía. La exigencia de la unanimidad ha condenado cualquier avance posible.

  La falta de acuerdo internacional en problemas de alcance mundial (cambio climático, control explotación bienes naturaleza, coordinación frente a pandemias, sofocar guerras…), es el más grave y urgente de los problemas que debemos afrontar. No tan sólo por la índole de los retos, sino también porque en el vórtice de nuestra organización libre se encuentra la soberanía que detentan los Estados. Pero resolver los problemas internacionales no es un asunto nuevo, sino tan viejo como el de las guerras, enquistado en el transcurso de nuestra Modernidad, sumergido en el lodazal de sucesivos fracasos. Ya en el siglo XVI aparecen las primeras formulaciones por organizar o regular políticamente el mundo. Kant se refirió a una Sociedad de Naciones, que finalmente fue creada hace un siglo, que representa el primer gran tropezón. La ONU es un proyecto que se ha consolidado como foro de discusión y conglomerado de órganos especializados y consultivos, fuente de información objetiva y de proyectos encomiables, pero sin pizca de soberanía; tan incapaz es de articular sus decisiones que más parece un barquito de papel que se mueve por el voluble soplo de sus Estados miembros. Clamoroso agravio para la Humanidad es el del veto de los cinco países en el Consejo de Seguridad. A base de continuos desfallecimientos plasmados en reuniones sin acuerdo, en acuerdos parciales, o en acuerdos ratificados pero luego frágiles ante el caprichoso incumplimiento de uno de sus miembros, se ha conseguido sepultar la esperanza de resolver los problemas comunes a la Humanidad y al Mundo, a veces amparados en la amenaza de engendrar un “Estado-mundo” totalitario. Encontrar un acuerdo basado en la unanimidad de los Estados es tan baladí como hallar una aguja en un pajar. Los conatos de la comunidad internacional por alcanzar acuerdos en asuntos claves, repetidos secularmente y culminados en rotundos fracasos, son una pesadilla que se repite crónicamente como el aciago personaje que despierta cada vez en el día de la marmota; y sin embargo tal parodia sigue alimentando a los medios de comunicación, a los gobiernos, a los pseudointelectuales y sus patéticos mensajes de “comunión mundial” que tienen su alojo en documentales y piezas de mal gusto presentadas por youtubers, cegados por creer en llegar a la solución sin traspasar los muros de sus propios Estados. 

    Toda solución pasa por que los Estados cedan una parte de su soberanía a un estatuto constitucional mundial y se acate la coordinación internacional en algunos asuntos como los relacionados con el Planeta y su biodiversidad, las pandemias, los derechos humanos, el control demográfico y las guerras. Esto no afecta a las demás competencias (la mayoría), que seguirían en manos de los Estados. A ello me referiré en apartados posteriores.


    I.9.  El Capitalismo.


  Aceptar que el Capitalismo es un paradigma implica, previamente, la labor de delimitarlo y separarlo de otra noción, la de “Economía”.

  La Economía podemos entenderla como una ciencia que trata de descifrar el mundo de la necesidad desde la perspectiva de lo económico. Por lo tanto, las leyes económicas, como la de la oferta y la demanda, son leyes que no surgen del ámbito de nuestra libertad. 

   Siempre que he tratado de relacionar Economía y Capitalismo, me he enfrentado a paradójicas incongruencias, pese a lo indisolubles que parecen un concepto del otro. La más importante es como encajar una Economía que como ciencia estudia leyes de la necesidad, con el Capitalismo que, como todos los “-ismos”, es una ideología creada por el hombre con leyes que el mismo se da. En este sentido, Economía y Capitalismo son perspectivas incompatibles y, sin embargo, los utilizamos como conceptos similares. ¿Cómo descifrar tal incongruencia?  

  Afirmar que la Economía se centra en el estudio de leyes necesarias, implica una conexión entre las lógicas científico-económica y de la naturaleza, como la biológica, que parece indudable: la razón de los sistemas de obtención de materias primas, su transformación y distribución, amén de los servicios y los capitales tienen una conexión paralela con nuestra lógica de la supervivencia, la prolongación de nuestras vidas. 

  La Economía como conjunto de conocimiento ha pasado sin pena ni gloria por nuestra Historia, hasta el mismo Aristóteles (cuya labor fue ingente en el reconocimiento de todo lo que pudiera ser ciencia) no cayó en ella; es una de las ciencias más tardías: aparece en el XVIII, y en poco tiempo emerge y crece con inusitado vigor, engrandeciendo con cuántos ámbitos del conocimiento sean posibles: matemáticas, físicas, biológicas y sociales… Hoy en día, la Economía es la ciencia humana por excelencia, pues no hay otra tan vinculada a nuestro destino como ésta. Las tasas de paro, los índices de crecimiento económico, de inflación, de déficit y deuda pública son datos de innegable repercusión social. Las crisis económicas son acontecimientos traumáticos para la Humanidad. ¿Cómo puede ser que lo que pasó invisible a los ojos de tantos hombres durante milenios se haya convertido, en unas pocas centurias, en el más decisivo de todos los conocimientos? La pregunta tiene su miga. No es necesaria encararla como un toro por los cuernos, pues no tengo que desviarme de mi propósito. Pero es indudable la conexión del auge de la Economía con el descubrimiento, paulatino de la Humanidad a través de la “Revolución Científica”, de estar dirigidos por unas leyes que son necesarias en el ámbito de nuestra sociedad, que nuestra Historia es una historia dirigida por la Necesidad y no por la Libertad y, como tal, nuestros pensamientos, acciones, vienen determinados por unas leyes que no hemos creado, entre ellas las económicas. La fuerza de la Economía es su capacidad para disuadirnos de hacer las cosas por nuestra cuenta, la convicción de la omnipotencia de la Necesidad frente a la Libertad.

  El Capitalismo es distinto. Se nos presenta como una ideología, es decir, como una aspiración, como la defensa de una forma de ser en el mundo económico, basada en la propiedad privada y en el mercado como centro de asignación de recursos. Habría así que deducir que el Capitalismo lo hemos establecido nosotros, en aras a nuestra libertad, y esto significaría reconocer la propiedad privada y el mercado como mecanismos de funcionamiento económico creados por la Humanidad en base a la libertad que tiene para dictar sus propias leyes. Y este silogismo no es válido, y no lo es porque falla la segunda premisa. La propiedad privada y la asignación de recursos en el mercado son mecanismos tan o más antiguos que las propias ideologías. Aparecen, en el más tardío de los pronósticos, durante el Neolítico. No son ideados en el ámbito de nuestra libertad, sino de la necesidad. No existe la propiedad privada porque alguien pensara que fuese la mejor forma de articular lo económico. ¿Es, entonces, el Capitalismo un sistema económico como lo fueron el Feudalismo y el Esclavismo? Tampoco. Es el sistema económico: siempre ha estado entre nosotros, desde que la primera forma de vida de nuestro planeta se apropió de oxígeno para nutrirse. Y entonces, ¿por qué se nos presenta como ideología o como un sistema económico posible? Porque filósofos de la talla de Adam Smith trataron de defender sus bondades y porque otros como Marx consideraron y promovieron otros sistemas económicos alternativos. Pero lo que en realidad pretendió Marx (¡que ruin ambición intelectual la del que pretende socavar las bases del materialismo histórico!) fue situar lo económico en la esfera de nuestro mundo de la Libertad. Labor encomiable y digna. Para hacerlo, tenía que considerar que los sistemas económicos eran creaciones humanas libres. El Capitalismo aparece como concepto, como sistema, como ideología cuando se siembran críticas y alternativas (Socialismo), cuando la Economía pasa a ser ciencia. Pero en este mundo global el mercado y la propiedad privada son tan omnipresentes que la caracterización de capitalista es tan evidente como la necesidad de oxígeno para respirar.

  Si el Capitalismo es el sistema y no hay otro, si ha aparecido por necesidad, ¿por qué lo distinguimos de la Economía, cuando vienen a ser dos caras de lo mismo? La Economía sería la ciencia y el Capitalismo el sistema y el triunfo del Capitalismo sería el triunfo de la Economía; mejor dicho, el triunfo del Capitalismo sería el de la convicción de que lo económico está gobernado por unas leyes que no podemos cambiar. Y es entonces cuando se delata la cara oculta del Capitalismo, pues arrastra consigo una perversa e invisible persuasión: que nuestras sociedades se mueven por el dictado de las leyes de la necesidad de lo económico y que nada podemos hacer contra ellas. Ésta es la auténtica fuerza opresora del Capitalismo, la que niega nuestra libertad.

   El Capitalismo es, por un lado, falsa apariencia de una propuesta ideológica formulada desde nuestro mundo de la libertad y por otro, una pura descripción del estado actual del sistema económico. Con este doble sentido, la aceptación del Capitalismo implica, a su vez, la negación de que lo económico, o una parte de ello, pueda ser contemplada como un fenómeno de la Polethiké. ¿Debemos resignarnos a esta creencia? No. Lo económico es mixto. Una parte se articula en base a unas leyes de la necesidad, pero en otra hay un margen, estrecho o amplio, para que los hombres dictemos unas leyes obedeciendo a unos valores o principios que nos damos a nosotros mismos.  No debemos responder al reto con la ambición con la que lo hizo Marx, que con el Comunismo trató de suplantar un sistema guiado por unas leyes de la necesidad por otro guiado por unas leyes libres. Es inevitable aceptar que la base de lo económico se sustenta en leyes inapelables. Pero también existe otro espacio que podemos diseñar en base a nuestra libertad. Labor encomiable sería la de delimitar dicho ámbito: lo económico concebido como una rama de la Ética. Todo ello implicaría una “ideología” que, aceptando lo inevitable del Capitalismo (y no negándolo), hiciese lo posible para encontrar y diseñar aquella parte que corresponde a nuestro mundo de la libertad. 


    I.10. ¿Y la sociedad?


  Con el paso del modelo “socionista” al individualista, la otrora integración comunitaria que condicionaba y dirigía a sus miembros, se convierte en Sociedad Civil, un espacio común de interrelación de los individuos en el que proyectan sus propósitos y acciones; a la vez lugar de encuentro e intercambio denominado mercado y un escenario público para exhibiciones  narcisistas (éxito, méritos y poder), pero también para dirimir conflictos; pocos son valores de índole ética que tienen cabida en ella y cuando son invocados, desfilan ante sus espectadores cuál títeres infatuados de vanidad. El Individualismo desprovisto de ética concibe la sociedad como un espacio de rapacidad y depredación (obtener beneficios de ella en forma de bienes, rentas, placeres, experiencias ofreciendo a cambio nada o lo mínimo posible) o como un basurero en el que arrojar lo indeseable.  

  Así como hemos distinguido entre mundo necesario y mundo libre, leyes necesarias y leyes libres (distinción más válida como perspectiva posible y/o útil que como verdad incuestionable), también lo hacemos entre Sociedad Civil y Sociedad Política: siendo la primera guiada por leyes de necesidad, mientras que la segunda estaría articulada por leyes libres.

  En la Sociedad Civil, los individuos se agrupan libremente de acuerdo con sus intereses propios, en el marco del mundo de la necesidad. La célula social básica es la familia, que es el modelo más intenso de comunión de intereses, ya sea en “modo pareja” pues permite compaginar gastos y vencer la soledad, como en “modo descendencia” por el vínculo genético padres-hijos. Hay otros modelos de agrupaciones en la sociedad civil, algunos de ellos de vital importancia, como lo son las empresas; pero ninguno salvo la familia es capaz de aglutinar los intereses de los individuos en uno común. Muchos padres han renunciado a cualquier proyecto con carga utópica más allá de la familia y, centrados en un individualismo puramente biológico, sólo proyectan sus esperanzas y solidaridades más allá de sus extensiones genéticas, los hijos: éstos se han convertido en la nueva religión de los padres occidentales. Ya no hay ideal más allá que el que impone la pura ingeniería biológica de reproducción: regresión al mundo de la necesidad, fiel reflejo de nuestra renuncia a la libertad como forjadora de proyectos. En las empresas, como en las asociaciones de aficionados, los individuos comparten un espacio común que tiene un interés propio, pero mantienen separados sus intereses particulares. Como ya mencionamos, los modelos de agrupación en las sociedades civiles responden a leyes del mundo de la necesidad (familia, empresas, clubes…); mientras que los órganos de la Sociedad Política (Consejo de Ministros, Parlamento…) son creados en base a leyes que libremente se da el hombre. Sin embargo, modelos como la familia o las empresas han sido tratados ideológicamente, generalmente desde intereses conservadores (sirvan de ejemplo los modelos familiares propuestos desde el Cristianismo, Fascismo y el Neoliberalismo actual diseñado en los ochenta por las reuniones Reegan-Thacher y Reegan-Juan Pablo II), lo cual viene a indicarnos que una parte de la Sociedad Civil puede ser influida por la Ética y, por lo tanto, modelada por leyes libres. Que el modelo familiar sea el único que garantiza una comunión de intereses deja algunas incógnitas en el aire a falta de otras experiencias, ¿es único e insustituible para cumplir tal labor o existen otros distintos?, y si existen otros, ¿no será el formidable despliegue de las fuerzas políticas conservadoras y de los medios de comunicación (publicidad, películas) alentando el clásico modelo familiar, una forma de evitar la aparición de modelos de comunión de intereses alternativos que puedan trastocar los esquemas conservadores centrados en el núcleo familiar?

  ¿Cuáles son los rasgos de la sociedad civil occidental actual, que permitan distinguirla de las anteriores? Teniendo en cuenta que ésta se concibe como un “terreno de juego” de intereses individuales motivados por las necesidades, me aventuraré a considerar como características de nuestra sociedad civil que es más abierta, activa, flexible, diversa e informada, de tendencia neutral ante los conflictos, pero también hedonista, sensacionalista-emotivista, hipercomunicada, hiperconectada, de estética subversiva (o antiestética) y dotada de una “ética difusa”, sin más horizonte común que el del desarrollo. Todos estos rasgos son relativos, pues se ofrecen en comparación con modelos de sociedades anteriores. Así, por ejemplo, la hiperconectividad actual quizás aumente exponencialmente en tiempos venideros y las futuras generaciones nos vean a nosotros como hipoconectados. La hiperconectividad aumenta nuestra exposición y compromiso. Lo que actualmente nos cohesiona son los vínculos que se han intensificado con las redes sociales, pero no los contenidos: la disparidad es la norma en la formación del criterio.

  En la Sociedad Civil, los intereses de los ciudadanos se agrupan espontáneamente según las necesidades (económicas, sociales,,,), y fluyen de modo más o menos eficaz para lograr su satisfacción. Pero en la llamada Sociedad Política, los intereses de los sujetos éticos siguen el curso de leyes que el mismo hombre se da. Las agrupaciones de la Sociedad Política, creadas por el hombre en base a leyes libres, como los partidos políticos y los Estados, controlan la marcha de los intereses individuales y a veces los modelan o los desvían hacia otros objetivos, haciendo que las decisiones políticas no respondan a los intereses en juego. A ello me referiré más tarde en relación con los que denomino “intereses espurios”. 


     PARTE II. UNA VISIÓN ALTERNATIVA DEL MUNDO


  Nos comprometemos con lo que hacemos y con todo lo que no hacemos. Así de claro lo dijo Sartre. El músico que canta a la libertad y se lucra con ello, pero se queda en casa y no sale a la calle para defenderla cuando ésta se vea amenazada, traiciona su compromiso con el mundo. Aspirar a la libertad es aceptar el reto: tanta más tengamos, mayor será nuestra responsabilidad. Hubiese sido cómodo terminar esta obra en la Parte I, ofreciendo una visión del mundo más o menos certera, más o menos necesaria para estos tiempos que nos acechan, más o menos cohesionada. Analizar nuestro mundo es pisar el suelo firme del presente, pero adentrarse en el futuro brindando predicciones o proposiciones de cambio, es dejarse envolver por traicioneras arenas movedizas dispuestas a engullir tus argumentos, es exponerse a ser tildado de ingenuo, a descubrir la fragilidad del pensamiento intuitivo, a tener en algún momento que zanjar algo que es inacabable. Y sin embargo, no hubiese mayor cobardía y vileza intelectual que la de detenerme ante la espesa e inexplorada jungla de lo que está por acaecer. Mi compromiso con el mundo al que he sido arrojado y del que he asumido sus reglas de juego, lo es con el pasado, con el presente, pero también con el futuro.  


   II.1. Consideraciones previas: aproximaciones a una Ética (y Polethiké) de profundidad.


  Cualquier construcción ética que no se sostenga en razonamientos de cierto calado, tiene la consistencia de un edificio sin cimientos sólidos, expuesto al derrumbe ante cualquier temblor que surja de las profundidades del razonamiento. Consciente de que las propuestas de “modos alternativos de mundo” necesitan del sostén de la Filosofía, ofrezco a continuación, a grandes rasgos, ciertos argumentos teóricos con los que trataré de cimentar el edificio con el que pretendo construir un nuevo modelo.

   II.1.1. En relación con los sujetos éticos.

  La noción de “sujeto” se puede articular como adjetivo o como nombre. Como adjetivo es un significado relativo y dependiente. Tomado como sustantivo implica una entidad propia de significado, aunque con manifestaciones variables según la ciencia que se trate, desde teoría del conocimiento (que distingue el sujeto del objeto) a la de la Gramática (que entiende el sujeto como el que realiza la acción), pasando por el Derecho (sujetos de derecho) y por la misma Filosofía.   

  ¿Existe el término “sujeto” en la Ética? Y si existe, ¿qué significado tiene? Si bien desde la Filosofía y desde el Derecho, e incluso la Política, la noción de sujeto ha tenido un importante desarrollo, no parece ser tan crucial en la Ética. El motivo de ello es que en ella sólo es concebible un único sujeto, el individuo y, al no haber otros posibles, éste es definido en relación a su opuesto, el objeto, que es el contenido de la Ética: así el sujeto ético es aquél al que van referidas las normas éticas, quien debe cumplirlas. Sus cualidades son autonomía, libre elección, voluntad, conciencia, juicio. Evidentemente para la Ética sólo puede haber un protagonista: el individuo. Esta es la base que ha dotado al individualismo de su omnipresencia actual, pues sólo sus intereses son tenidos en cuenta y considerados dignos. El mismo Kant, como ya dije con anterioridad, colocó al individuo en el centro del mundo de valores, tomando como fundamentaciones la autonomía de voluntad y la dignidad del hombre. 

  Dada que la Ética puede entenderse como la base filosófica de las Ciencias de la Libertad, la idea de que hay un único sujeto ético, el individuo, tiene su extensión en la Política con el ciudadano y en el Derecho con la persona. 

  ¿Es posible considerar otros sujetos éticos cuando el ser humano es el único racional, consciente, con voluntad y juicio? Sí. No hay que olvidar que la Ética está dotada de conceptos, principios y entidades creadas en el ámbito de la Libertad. La única condición es la coherencia de dichas entidades y significados con el sistema propuesto. ¿Podemos considerar la existencia de sujetos éticos que no sean racionales y por lo tanto no tengan conciencia, o ni tan siquiera materialidad? Sí, podemos hacerlo. Ser sujeto, en términos generales, implica sujeción a algo. No es necesario estar dotado de conciencia para serlo. ¿Y cuál sería entonces el rasgo que caracterizaría a los sujetos éticos? La posesión de un interés digno. Habría, entonces, sujetos éticos activos, que serían los individuos, y otros pasivos, y a ambos los uniría el rasgo de poseer un interés digno para la Ética, que les haría merecedores de ser sus destinatarios. Y el centro de la Ética ya no recaería en el individuo.

   II.1.2. El traspaso de los sujetos Éticos a la Política y al Derecho.

  Una vez alumbrados los nuevos sujetos éticos, definidos por ser titulares de un interés digno, vendría el cometido de trasladar su identidad a los planos político y jurídico.

  En el plano político, el objetivo es la organización y funcionamiento de la llamada Sociedad Política cuyos cimientos se sostienen desde un mandato escrito llamado Constitución. Los individuos aparecen como las células básicas de dicha sociedad, denominados ciudadanos (a veces degradados a una masa homogénea llamada “pueblo”), dotados de unos derechos y obligaciones. Además, están los entes con potestades territoriales: Estados, Municipios… distribuidos en determinados órganos, que se encargan de la gestión de la Sociedad Política. Pero el nuevo propósito pasaría porque dicho orden cuyo culmen es el Estado, no se configurase únicamente para gestionar la Sociedad Civil de individuos, sino el Mundo en general, que sería la cima del nuevo orden, e implicaría la aparición de nuevos actores en juego. Así la Sociedad Política estaría formada por todo el Mundo. Los nuevos sujetos políticos participarían de la soberanía del Mundo con identidad propia, dotados de una investidura especial y unos intereses dignos establecidos en Declaraciones, Planes y Proyectos. ¿Cómo designar a estos nuevos sujetos políticos?, ¿Entidades? No. Sencillamente por su nombre. 

  Por lo que se refiere al Derecho, mucho más sencilla sería la labor de traspaso desde la Ética, utilizando el mecanismo de la “personalidad jurídica”: en el Derecho los sujetos jurídicos son las personas y sólo se trataría de otorgar personalidad jurídica a los órganos civiles y/o políticos que representasen los intereses de los nuevos sujetos éticos. 

  II.1.3. El interés en el centro de la Ética.

  El interés digno pasaría a ocupar el centro de la Ética y dicho interés ya no sería únicamente el del individuo. Habría otros intereses que merecerían la consideración de dignos y, como tales, serían reconocidos en la Política y en el Derecho. La Ética, la Política y el Derecho ya no responderían únicamente a nuestros intereses (“El error de Kant”). La Polethiké ya no abarcaría sólo a los individuos, ni tan siquiera a colectividades como entidades abstractas. La perspectiva moral homocéntrica, dominante desde hace muchos siglos, abriría paso a otra de nueva, que diese cabida a otros sujetos éticos. Ya no sería necesario tener conciencia, ni racionalidad para que un interés pudiera ser reconocido, bastaría que se considerase éticamente digno. Por un lado, unos seríamos titulares “conscientes” de nuestro interés y lo gestionaríamos siguiendo nuestro criterio; mientras que, por otro, habría otros sujetos éticos, abstractos, carentes de conciencia y racionalidad, incapaces de gestionar sus intereses siguiendo las reglas de nuestro mundo: necesario sería un mandato universal, escrito por nosotros mismos, que los reconociese y designase una comisión para representar y administrar sus intereses (Gestión Fiduciaria o Fideicomisaria). 

   II.1.4. La medida del interés.

  Como ya referí en el apartado de los paradigmas, la gran ventaja del Individualismo es que permite una clara delimitación de los intereses. Así, bienes como la seguridad o salud colectiva o pública son indefinidos y no permiten a su gestor (que es un individuo o un grupo de ellos) comprender su verdadera magnitud, lo que implica que las decisiones políticas sean discrecionales. Por este motivo se actúa con mayor precisión en la evaluación de los intereses en juego cuando se atiende a los individuos afectados, aunque a veces éstos sean un número elevado y sus intereses tengan distinta intensidad (ejemplo: la diferencia del interés entre los vecinos para poner un ascensor en un edificio de cinco pisos, o la de construir una plaza pública en un municipio…). En este sentido, las agrupaciones de individuos de la Sociedad Civil pueden ayudar a los políticos a sopesar los intereses en juego.

  En el caso de que se tuviesen en cuenta los intereses de otros sujetos éticos que no fuesen los individuos, sin capacidad de hacerlos valer por su cuenta y siendo a su vez inconmensurables, tarea necesaria sería la de definirlos con la mayor precisión posible, recurriendo a medidas matemáticas (superficies, longitudes, cantidades, pesos…).

   II.1.5. Flujos de intereses y decisiones. ¿Una teoría de flujos?

 En este Ética del interés digno, la Política y el Derecho se encargarían de canalizarlos adecuadamente. Así los intereses individuales, en la Sociedad Civil, fluyen desde el titular del interés hacia su preten dido destino siguiendo los dictados del mundo de la necesidad y, al mismo tiempo, respetando las leyes del mundo libre; en la Sociedad Política, los intereses de los individuos, amparados por la Ética y el Derecho, confluyen en los centros de decisión política, siguiendo un esquema establecido por nuestro dominio libre. En este sentido, la Sociedad Política se concibe como un sistema en el que fluyen los intereses de arriba a abajo (de lo instituido a los instituyentes) siguiendo el pulso de las leyes, y de abajo a arriba (de los instituyentes a lo instituido), a instancias de los ciudadanos, hasta coincidir en los centros de decisión política, que estarían articulados en distintos niveles territoriales: vecindarios o barrios, distritos, municipios, comarcas u otras agrupaciones, Estados y organismos supranacionales, hasta un órgano común mundial.

  Lo que realmente cambiaría en este nuevo sistema es la forma de articular la gestión de los intereses de los sujetos éticos nuevos: para ello sería necesario, además de unas leyes que precisasen de la forma más aproximada la medida de sus intereses, el establecimiento de una Agencia o Comisión mundial que velase, en todos los niveles territoriales, por el cuidado de dichos intereses (Gestión Fiduciaria o Fideicomisaria). 

  Así, en ambos extremos de este sistema político de flujos estarían, por un lado, el poder instituyente (los ciudadanos), y en el otro, el poder instituido (Constitución Universal). El poder instituido sería un mandato universal escrito por sabios siguiendo unos procedimientos transparentes (¿Ética Discursiva?) y refrendado por los ciudadanos del Mundo (agrupados en mayorías necesarias, distribuidas a su vez en regiones del mundo, como por ejemplo: Latinoamérica, Occidente, Asia Oriental, Asia Central, África y Oceanía). La Constitución Universal podría ser revisada generacionalmente, mediante Consejos permanentes de sabios representativos del poder constituyente, y de nuevo refrendada por las regiones mundiales. 

  II.1.6. Interés individual, decisión también.

  Así como entendemos que la mejor medida del interés es el individuo, lo mismo sucede con la voluntad y la decisión: no existe una voluntad o decisión más allá de la originada en el individuo. El acuerdo tomado por un grupo de individuos no es una voluntad que va más allá de la suma de las voluntades: no está investido por un poder superior al que le confieren los individuos que lo han tomado. Y lo que hace que una voluntad y una decisión sean más adecuadas no es el mayor número de miembros que han participado en ella, sino que dicha decisión responda adecuadamente a los intereses en juego. Una buena garantía para ello sería que los que tomasen la decisión recibiesen la adecuada información, conociesen bien la Sociedad Política y fuesen reconocidos por su prudencia y sabiduría. Lo que legitima a un sistema político no es la mayoría, sino la adecuada gestión de los intereses implicados; pero aquélla es imprescindible para dar curso a las decisiones, pues en ella reside la fuerza para llevarlas a cabo. Por esto el refrendo de la mayoría es el instrumento más adecuado para reforzar las propuestas políticas más trascendentes. 


     II.2. El Planeta, los ecosistemas y la biodiversidad.


 Con dicho titular queda patente el segundo de los sujetos éticos. No podemos seguir tratando a todo aquello que está más allá de las fronteras del individuo como un instrumento. El antropocentrismo ético nos ha conducido a un callejón sin salida, el de la depredación ilimitada; “lo demás” ya no puede ser un mero instrumento para la satisfacción de nuestros intereses, sino que “en parte” sería investido con un interés ético, político y jurídico propio y digno de reconocimiento. Expresiones como “medio ambiente”, “entorno”, “recursos naturales”, “materias primas” denotan el rol subordinado que otorgamos a lo que hay en el Mundo. No podemos negarle entidad al “entorno del individuo” desde la perspectiva de nuestras leyes libres. Sin embargo, la concienzuda realidad es que la Ética lo ignora, el Derecho lo trata como objeto y la Política como recurso. 

  ¿Cómo construir y delimitar este nuevo sujeto relativo a aquella parte del Mundo que no somos nosotros, los individuos? La medida drástica de otorgar directamente derechos políticos a los seres vivos o al mismo Planeta o a la Naturaleza no tiene sentido: tanto porque la misma construcción no es coherente con lo que es un sujeto de derecho, como por el hecho de extender la protección a extremos ridículos: ¿iríamos a juicio cada vez que matásemos una mosca? El problema es doble: por un lado establecer la cualidad del nuevo sujeto ético (asunto que he abordado en los epígrafes anteriores) y luego delimitar el interés, que es lo que pretendo a continuación. ¿Qué intereses de “lo demás” merecen consideración ética? El Planeta por supuesto, como astro y lugar para habitar en él, y todas sus extensiones en la medida que sean necesarias para mantener unos niveles de salud tolerables para el alojamiento de las formas de vida (Litosfera, Atmósfera, Hidrosfera, Biosfera). No sólo es un interés digno la salud del Planeta, sino también el de evitar la escasez y/o desaparición de cada una de las formas peculiares, orgánicas o no, que moran en él (Biodiversidad), y de la variedad de los conjuntos de dichas formas, que son los ecosistemas. La protección de espacios naturales no debe concebirse, como se hace según nuestra ética actual, sólo para nuestro uso y disfrute, sino la mera existencia de estos espacios les confiere un valor propio. Dicha dignidad ética no puede otorgarse a cada ejemplar (ser vivo o no), sino que debe ser genérica, expresada en cifras cuyos límites mínimos no puedan rebasarse; de la misma manera que los individuos podamos explotar, de forma sostenible, las cantidades asignadas. Así el Planeta sería un interés éticamente digno, añadiendo con él sus tres extensiones (Litosfera, Hidrosfera, Atmósfera) y una cuarta, la Biosfera, de cuya parte merecen cuidado por su peculiaridad, los ecosistemas y la biodiversidad. Cierto es que todo puede reconducirse a un único sujeto ético, el Planeta, si en el mismo incluimos las extensiones antes mencionadas. 


      II.3. La Humanidad.


  Además del individuo y del Planeta, cabría un tercer sujeto para esta nueva Ética transindividual: la Humanidad. No es mi propósito concebirla como la suma de todos los individuos (y sus intereses) que hoy en día viven en el Mundo.  La Humanidad a la que yo me refiero va más allá del presente, tiene un horizonte más amplio y ambicioso, no está constreñida por el tiempo, en ella cabemos todos. Y todos lo somos tanto los Presentes, individuos vivos (existentes y vivos), como los Ausentes, que son los fallecidos (existentes y no vivos) y los que aún están por venir (no existentes y no vivos). El horizonte y los límites de la individualidad son más anchos que la vida misma. Existir no implica vivir, pues la existencia es “estar” en este mundo, materializado como persona o en una obra legada, en la cita de algún libro o en el recuerdo de los vivos. Existentes lo son tanto los individuos que ya han completado todo el proceso de vida (Cervantes, Cleopatra, Mozart, Churchill…) como los que aún la estamos recorriendo (Obama, Merkel, Nadal, Macron…).

  Me referí en apartados anteriores que los individuos no podemos actuar como si el Mundo fuese instrumento o propiedad exclusiva nuestra. Pero ahora no pretendo referirme a todos los seres humanos, sino sólo a los que ahora estamos vivos. El Mundo también pertenece, en cierta manera, a los que antaño vivieron en él, y de los que más tarde vendrán a morarlo. ¿Qué excusa les daremos a las futuras generaciones para explicarles la masiva extinción de las especies? Todo lo que hemos ido aportando al Mundo, desde que el primer homo habilis fabricó unas lascas, tendrá mejor o peor significación dependiendo del curso de los acontecimientos. La dignidad de la Humanidad está en juego. El destino nos une a todos: Mozart será excelso si somos benignos con el universo, y un villano si malbaratamos nuestro Mundo. Y este hogar común llamado Humanidad aún sería más significativo si, en un posible futuro, descubriésemos otros colectivos distintos de seres racionales (alienígenas).

  El valor más aquilatado de la Humanidad reside en su Patrimonio cultural, común a todos los individuos, existentes o potenciales, formado por obras inigualables, de gran significación, en los más variados campos: artístico, cultural, científico, tecnológico... Pero también en la Filosofía, la Ética y la Religión.

  Además de un Patrimonio común, dispuesto a ser legado a generaciones venideras y al mismo universo, la Humanidad tiene sus propios objetivos, con los que pretende beneficiarnos a todos: reconocer dichos intereses es un asunto capital para reflotar una Ética transindividual. Entre éstos los más importantes serían ampliar el Patrimonio común, mejorar la calidad de vida de los individuos que moran en el Mundo, garantizar sus derechos y libertades y, especialmente, hacer que los individuos gocemos de una existencia plena y seamos más libres, lo cual se conseguirá, en parte, superando las limitaciones que impone el mundo de la necesidad (mejorando nuestra salud, prolongando nuestras vidas hasta lo deseable, ampliando el conocimiento del mundo de lo necesario y del mundo libre, explorando y llevando la vida a otros astros…), pero también, completando y mejorando nuestro conocimiento del mundo de la libertad. 

  La Humanidad tiene un interés digno, distinto al de los individuos que habitamos ahora el mundo. Incluso distinto al de todos los individuos existentes o potenciales, porque nuestro patrimonio podría ser compartido u utilizado por otras civilizaciones alienígenas. Si pretendemos ser dignos, como individuos, nuestros proyectos y acciones deberían ser benignos para el universo. No debemos descartar que nuestras aportaciones puedan servir de provecho para otros: a unos posibles alienígenas quizás les encandile un concierto de Mozart o les asombre una pintura negra de Goya… Pero no hay objetivo más digno que el de llevar la vida de este planeta a otros. Si los seres humanos somos la obra predilecta de la Naturaleza, no es sólo por los dones de la razón y de la conciencia, sino por nuestra presumible futura capacidad de diseminar la vida más allá de este planeta. Y es el que el loable propósito de la vida es tanto diversificarse como esparcirse por el universo.

  El sujeto ético de la Humanidad comprendería un Fondo (Patrimonio Común) y un Proyecto (Objetivos). Además debería ser soberana para la gestión de algunos asuntos actuales que afectan a los individuos, de alcance mundial, como la demografía, la paz, los Derechos Humanos, el control de pandemias… La manera de articular esta propuesta es un asunto de la Política. 

    

  II.4. Nueva articulación política: la Constitución libre del Mundo.

  

   Continuar por el camino propuesto en esta obra, pasando de lo teórico a lo práctico, del pensamiento a la acción, implica un “salto de plano”: de la nueva Ética transindividual de los tres sujetos, a la Política y el Derecho. Y el punto de partida sería imitar la pauta que ha seguido Occidente en los últimos siglos: formación de un poder constituyente que redacte una Constitución libre del Mundo, en la que se reconozca a los tres sujetos éticos.

  La Constitución libre del Mundo sería el mandato soberano y supremo, refrendado por los individuos que integran la Tierra, y dirigido a ellos en orden a su cumplimiento. Ocuparía la cima de poder desde la que se articularían los demás mandatos, leyes de rango inferior, entidades y órganos públicos.

  Redactar una Constitución libre del Mundo puede acometerse desde el modo tradicional, rígido, de selección de una comisión de expertos para darles el encargo de elaborarla. Expertos que fuesen ciudadanos, individuos, personas, comprometidos con el propósito de dar reconocimiento, vigor legal, a los intereses éticos considerados como dignos: los pertenecientes a los individuos, al Planeta y a la Humanidad. Y los más adecuados para efectuar esta labor serían aquellos mejor preparados para comprender las necesidades de nuestro mundo desde la óptica de la libertad: los sabios. ¿Cómo podríamos reconocer a los sabios en un mundo que los ha arrinconado al anonimato? Por sus argumentos. Como ya advirtió Sartre, sólo actuando nos hacemos como personas, y al formular argumentos definimos nuestra capacidad para entender el mundo y ofrecer soluciones. Pero esto significaría incurrir en la paradoja del huevo o la gallina. ¿Quién determina cuáles son los mejores argumentos para a través de ellos descubrir al sabio? Sólo se me ocurre una respuesta: los sabios se reconocen entre ellos.

  Sin embargo, internet ofrece mejores recursos que los que tuvieron nuestros “padres constitucionalistas”: los proyectos de la nueva Constitución podrían ser formulados a título individual o desde agrupaciones específicas para ello, sin necesidad de constituir órganos previos. En este sentido, el trabajo de la comisión de expertos sería el de seleccionar y/o mejorar las propuestas recibidas. Lo que no parece adecuado sería dar cabida en el proceso constituyente a los intereses espurios de los partidos políticos y de los Estados en su vertiente ad extra, pues de buen seguro que desvirtuarían el propósito subyacente, que es el de dar dignidad y carta de validez a los intereses éticos de los individuos, el Planeta y la Humanidad. 

  La Constitución libre del Mundo requeriría un refrendo mundial de los ciudadanos. Podrían agruparse éstos, al votar, en cinco, seis o siete zonas territoriales: Occidente, Oriente, Asia Central, África, Latinoamérica...

   ¿Qué se incluiría en la Constitución libre del Mundo? Tres declaraciones distintas, independientes, que definiesen los intereses de los tres sujetos éticos: los individuos en una Declaración Universal de derechos y libertades con algunos retoques; el Planeta en otra que definiese todo aquello que fuese necesario proteger, y la Humanidad que, además de reafirmarse como Patrimonio Común, formulase un Proyecto común en el que todos los individuos pudiéramos sentirnos libremente integrados.

  El cuerpo constitucional mundial vendría determinado por unos artículos en los que se establecerían las bases y valores del nuevo sistema-mundo, las competencias propias, el modo de abordar las relaciones entre los tres sujetos éticos y los subsistemas/órganos/procedimientos de ámbito mundial encomendados para la gestión de los tres intereses. También se incluirían sus procedimientos de refrendación y/o revisión: ordinario (generacional) y extraordinario.

  ¿Y qué Entidad serviría para coordinar a los tres sujetos éticos, además como última instancia de soberanía, y representación de nuestro Mundo? Podríamos llamarla Foro Mundo, e incluir en ella un Parlamento Mundial para el desarrollo legislativo y un Tribunal que velase por la misma Constitución y las leyes emanadas del Foro Mundo. La misma Constitución determinaría su acceso, composición y funcionamiento.

  II.4.1. El Planeta.

   La articulación política del nuevo sujeto, el Planeta, con sus intereses dignos de protección (extensiones: Litosfera, Atmósfera, Hidrosfera, Biosfera, ecosistemas singulares y biodiversidad) no debería plantear muchas complejidades, pues mucho se ha avanzado ya, gracias a la ingente labor de instituciones especializadas en el ámbito internacional (públicas o privadas) en la tipificación de la protección de la Naturaleza. El verdadero salto lo es en el plano ético, al pasar de considerar al Planeta como algo instrumental a algo dotado con intereses dignos. Como ya avancé, la Nueva Constitución del Mundo debería incluir una Declaración de los intereses dignos del Planeta. A partir de allí, y siguiendo los cauces de la Constitución, una legislación que precisase el “reparto del Planeta”, entre las superficies a disposición de los individuos, aquellas en que se tratasen de compaginar ambos intereses y las que estuviesen libres de nuestra injerencia. También sería necesaria una organización específica para la representación y gestión de los intereses del Planeta, dotada de ciertas potestades como la posibilidad de denunciar y acudir a los tribunales, o emitir dictámenes a veces preceptivos, aunque desprovista de las atribuciones ejecutiva o judicial (la legislativa quedaría constreñida a reglamentaciones de rango inferior). Dicha organización podría articularse como una comisión o una agencia, dotada de recursos propios, con organización y funcionamiento independiente: la agencia Planeta, por ejemplo (Gestión Fiduciaria o Fideicomisaria). Su personal tendría una atribución específica de dedicación exclusiva. 

    II.4.2.- Individuos y Humanidad.

  Individuos y Humanidad gozarían de sendas declaraciones insertas en la Constitución del Mundo, la de derechos y libertades para los primeros, mientras que para la segunda se formularía una Carta que incluyese la determinación del Fondo Patrimonial y la del Proyecto Común de toda la individualidad.

  Con lo que respecta a la Entidad básica, a nivel mundial, que encauzase ambos intereses, podría estar adscrita al Foro Mundo o ser independiente.  Tendría un alcance territorial mundial, agrupando Humanidad e Individuos, semejante a la ONU. Sin embargo, la ONU presenta tres inconvenientes: carece de soberanía, en ella sólo tienen representación los Estados (cuyos propósitos espurios deforman la percepción de los verdaderos intereses) y la representación no es equitativa (derecho de veto de cinco países). 

  La nueva organización mundial tendría soberanía en determinados asuntos, mientras que otros seguirían en manos de los Estados. Dichas competencias serían aquéllas afectadas por los intereses de toda la individualidad en los que hubiese una necesidad de coordinación mundial: la demografía humana, el control de pandemias, los derechos humanos y libertades, la prohibición de guerras y genocidios, la gestión de un Patrimonio Común y la promoción del Proyecto de la Humanidad. ¿De qué órganos (centros políticos) estaría dotada dicha nueva organización mundial? Se abre un abanico de propuestas, teniendo en cuenta que en esta nueva “sociedad líquida”, la flexibilidad es la norma. Una posibilidad sería la de un Ejecutivo (Comisión) seleccionado por el Parlamento y un Parlamento en el que tendrían representación individuos de todo el mundo según diversos criterios (civilización, religiosos, sociales…).

  La Humanidad tendría su propia comisión, en la tuviesen un puesto los representantes de los Ausentes, que velarían tanto por los intereses de los individuos que ya poblaron el mundo, pero en especial de los que aún están por venir (Gestión Fiduciaria o Fideicomisaria). Dicha Comisión se encargaría de participar en la delimitación del Patrimonio Común y de llevar a cabo las gestiones encaminadas hacia el horizonte del Proyecto.


  II.5. Organización y funcionamiento del nuevo sistema político.


  Otro de los pilares fundamentales en la configuración libre de nuestro Mundo sería el cambio de régimen democrático: del representativo a uno participativo. Los regímenes políticos actuales de Occidente siguen unas pautas alejadas de los intereses de los ciudadanos y del Mundo, y su sustitución por otros de nuevos implicaría prescindir de los procesos electorales, de los partidos políticos y de los cargos electos, en pro de una mayor participación política de la Sociedad Civil, de más control y transparencia en los procesos  y, por supuesto, que los cargos fuesen ocupados por ciudadanos competentes y éticamente comprometidos con nosotros y el Mundo. 

  Pero en el horizonte más próximo, difícil es concebir un mundo sin Estados: Occidente y otros espacios culturales son remisos a desprenderse de tal figura paternal, que en su extensión “ad intra” sigue siendo útil para muchos ciudadanos. Los Estados seguirían conservando muchas competencias y una de ellas, elemental, sería la de configurar su propio régimen político: el paso de una democracia a otra sería un asunto interno, sobre el que la Constitución o el Foro del Mundo no podían inmiscuirse. De hecho, a una Constitución Mundial (Constitución Única) cuyos mandatos estarían dotados de soberanía en algunos asuntos, añadiríamos las constituciones propias de cada Estado o grupo de ellos (Constituciones territoriales).  

  La idea básica de la nueva democracia propuesta en esta obra es la de concebir el sistema político con soberanías compartidas, cuyos procesos se desarrollarían como flujos dobles de intereses: uno que partiría de las Constituciones y leyes (flujo de arriba abajo, o flujo de los mandatos o imperativos) y otro de los ciudadanos y la sociedad civil (flujo de abajo a arriba, o flujo de los agentes sociales), siendo los centros políticos, establecidos en distintos niveles territoriales (municipal, regional, estatal…), los encargados de valorar los intereses en juego y tomar las decisiones correspondientes. Los centros de decisión política (órganos según la nomenclatura tradicional) no tendrían una composición fija, sino flexible según el tipo de asunto. Los organigramas políticos no serían rígidos, sino adaptables a las necesidades y su composición dependería de la índole del asunto: en ellos participarían cargos políticos especializados para el ámbito, que serían los encargados de valorar los intereses y tomar la decisión, pero también tendrían voz (¿y voto?) los representantes de los agentes de la sociedad civil afectados (empresas, sociedades civiles, grupos religiosos…) y de los dos otros sujetos éticos si fuese necesario (Comisión Planeta o Comisión Humanidad). Habría centros de decisión política capaces de tomar decisiones ejecutivas, y otros de legislativas, y otros de control y de tratamiento de la información (los cinco poderes del Estado). Necesario sería dotar transparencia al proceso completo y someter a refrendos preceptivos y vinculantes los asuntos que sean de capital importancia para los individuos afectados. La transparencia, que a mi juicio es uno de los principios básicos de funcionamiento de la sociedad política, debería de garantizarse en todas las fases del proceso. Pero todas estas cuestiones, complejas y futuristas, merecen un tratamiento más extenso en otra obra. 

  Antes de cambiar de tercio, quisiera hacer un inciso al principio de transparencia, que considero vital e imprescindible para la articulación de las nuevas sociedades políticas del siglo XXI. Trasparencia es iluminación: así como la oscuridad la asociamos con el mal, la luz lo hacemos con el bien. Y dicha asociación no es arbitraria. La idea básica es que en los escenarios en los que no hay oscuridad, no hay impunidad, y donde no hay impunidad, hay responsabilidad. Los seres humanos nos comportamos mejor y somos más buenos en escenarios transparentes, mientras que la maldad se multiplica por doquier en las zonas impenetrables y oscuras. El uso de dispositivos de grabación audiovisual en espacios públicos contribuirá a la transparencia siempre que el acceso a las grabaciones sea público o semipúblico. Las cámaras en las aulas, adosadas a los agentes de policía, en las calles, incluso en los centros de trabajo, serán beneficiosas para la sociedad civil siempre que el acceso a sus registros no esté restringido a un poder. El miedo al Gran Hermano que nos controla, al ojo único que observa nuestros movimientos, se debe a que conlleva la idea de que hay un poder oculto que dispone de las grabaciones a su merced. El propósito es que todos los ciudadanos o una parte de nosotros tenga acceso a ellas. Ya no se trataría de un ojo omnisciente, sino de múltiples de ellos cumpliendo la tarea democrática de hacer que la información y el control nos corresponda a todos. Algunos accesos deberían restringirse, por ejemplo, las grabaciones en las aulas de una escuela, (limitadas al personal docente y su administración, alumnos y padres de alumnos menores); las de los cuerpos de seguridad a sus superiores o a los jueces. La transparencia es una herramienta básica de la Ética.


     II.6.  ¿Y el Capitalismo?


   Como ya advertí en la primera parte, la Economía es ciencia del mundo de lo necesario, pero al margen de ella, hay un espacio en lo económico que puede caber en una ciencia Ética (Ethoikonomía): lo económico estudiado desde el punto de vista del mundo de la libertad, que no debe confundirse con la “Economía Ética”, referida al campo de las llamadas éticas aplicadas (la Ética degradada a un instrumento de otras ciencias). No sería acertado (a mi juicio), comprimir todo lo económico en leyes libres, como trató de hacer Marx y el Comunismo; pero sí aceptar que hay un margen de lo económico que puede ser modelado por nosotros. Propuestas de sistemas económicos como el Liberalismo, Neoliberalismo, Socialismo… no son más modulaciones humanas libres en lo económico: Ethoikonomía. 

  Detectar qué aspectos de lo económico pueden ser modulados por leyes humanas libres sería una de las labores básicas en la configuración de esta potencial ciencia de la libertad. Asuntos como una redefinición de la propiedad privada, la configuración jurídica de las empresas, las relaciones empresa-ciudadanía podrían ser matizados por leyes libres. 

  Del propio curso actual de lo económico, gracias a la eficacia que ofrecen las redes telemáticas en la gestión de determinados bienes (vehículos, viviendas, maquinaria) están surgiendo versiones más colaborativas y participativas del derecho de propiedad. La Ética, la Política y el Derecho ya establecen limitaciones a dicho derecho, tanto en lo cualitativo (intensidad de la apropiación) como en lo cuantitativo (cantidad de lo apropiado). Uno de los aspectos cruciales sería la distribución del territorio.  

  El uso del espacio (suelo), cada vez más limitado por nuestro crecimiento demográfico y consumo de recursos, podría ser uno de los más afectados por nuestras leyes. Parece necesaria una delimitación mundial y estatal de qué partes del territorio servirán para garantizar los intereses del Planeta (gestionadas por la susodicha Comisión) y qué otras lo serán para la satisfacción de los intereses de los individuos, distinguiendo entre espacios de uso público, de uso económico y de uso privado (viviendas). Por lo que se refiere a los espacios de uso privado, parece inevitable establecer tanto unos límites a la superficie máxima, como de viviendas por individuo. No se trata de constreñir nuestras viviendas a pequeños espacios, ni tampoco el de establecer un canon equitativo de ocupación de superficie, pero sí el de evitar que algunos individuos (generalmente de elevado poder adquisitivo) ocupen bastas superficies sólo para su uso privado: nuestro Mundo no puede permitirse graves desequilibrios en la ocupación del espacio.

  La Ethoikonomía podría ofrecernos una redefinición de la “empresa” más allá de una visión puramente mercantil. El Neoliberalismo ha transformado las empresas en un artificio privado para proporcionar beneficios a sus empresarios, que se justifican ante el mundo por los puestos de trabajo que “ofrecen”. Una empresa, a mi juicio, es mucho más. Interviene en el planeta, consume recursos, obtiene productos, en fin, puede contribuir a que nuestro mundo sea mejor o peor… Hay dos aspectos que podrían ser modulados por nuestras leyes libres: la proyección pública de las empresas y la condición de empresario.

  Por lo que se refiere a su proyección pública en la sociedad civil, una empresa no es únicamente un negocio privado, una entidad mercantil. Es fácil de entender si proponemos el ejemplo del supermercado de un pueblo, cuya escasa población no permite que pueda abrirse otro local similar. Las funciones de este “negocio” van más allá de aportar beneficios al empresario y rentas de trabajo. También tiene una proyección a los ciudadanos (la expresión cliente o consumidor es puramente mercantil), pues ocupa un espacio, expulsa a otros competidores y proporciona un recurso que no se puede obtener de otra forma. Esto implica que las empresas tengan distintos grados de proyección pública que hay que tener en cuenta. Y, a mayor intensidad en la proyección, más necesidad de que intervengan nuestras leyes libres en interés de los ciudadanos. Hay que redimensionar a las empresas, sacarlas únicamente del ámbito de lo mercantil y concebirlas como agentes sociales.

  Por lo que se refiere a la condición de empresario, entendido como alguien que por propia cuenta y riesgo decide emprender una empresa, bajo las llamadas leyes de libre competencia, es común pensar que hay empresarios que lo son pero no merecerían serlo y otros que merecerían serlo pero no lo son. Una sociedad en la que a todos los individuos podrían luchar por sus metas, tendría que dejar libre el acceso a la condición de empresario a quien lo solicitase y se mostrase capacitado para ello: si no dispusiera de recursos propios para una inversión porque no ha tenido posibilidad de tenerlos, la sociedad civil o política se los debería proporcionar, con o sin intereses. No es justa ni libre la competición (para las leyes libres) entre los empresarios que tienen el apoyo de boyantes economías familiares y aquellos que no disponen de más herencia que la que llevan en sus genes.

  En el plano económico, los individuos nos definimos por lo que recibimos y aportamos. Dado que el instinto o el mismo proyecto de la individualidad nos empuja a obtener el máximo provecho del Mundo sin dar nada a cambio, una máxima de la ética virtuosa en lo económico sería la de aquél en cuya existencia ha tratado de aportar más que de recibir: lo virtuoso sería encaminarse a los fines propios del individuo tratando, al mismo tiempo, de beneficiar al Mundo (altruismo). ¿Por qué no intentar reflejar, con el grado de aproximación que sea posible, lo aportado-recibido por cada individuo al Mundo? Una sugerencia sería la de configurar dos nuevas cuentas corrientes: además de la que refleja nuestros movimientos económicos (la cuenta corriente tal y como la conocemos), otra lo sería con el Planeta (en la que quedasen reflejados por un lado, los recursos y la energía que hemos consumido y por otro, lo que hemos aportado o devuelto al Planeta: plantar árboles, reciclar…) y una cuenta con la Humanidad (prestaciones recibidas por los poderes públicos a cambio de los impuestos u otras aportaciones). 



                    PARTE III. UNA ÉTICA DEL DESTINO 



    III.1. ¿Qué es la Ética del Destino?


  Una de las clasificaciones más abordadas en la Ética es la que diferencia entre la Ética de lo justo y la Ética de lo bueno: la primera vendría a centrarse en lo correcto (la Política y el Derecho), mientras que la segunda en el bien. Mi propósito es el de ubicar la Ética de lo Justo y la de lo Bueno en la tipología de las Ciencias de la Libertad: recordando que en uno de los primeros epígrafes de esta obra ya advertí que aún faltaba una ciencia por nombrar. La Polethiké (Ética del Mundo, Política y Derecho) se referiría a la parte de dichas ciencias que se ocupa del Mundo (Ética de lo justo), mientras que habría otra Ciencia que se ocuparía únicamente del individuo (Ética de lo bueno): a ésta la denomino “Ética del Destino”, expresión más o menos certera para la racionalidad filosófica, pero adecuada para esta parte de la Ética tan necesitada de evocaciones simbólicas.

  La Ética del Destino es la Ciencia de la Libertad que define los valores, principios, virtudes de un individuo en relación consigo mismo, lo que supone una enconada búsqueda de un destino existencial. Las religiones son la expresión más conocida y difundida de la Ética del Destino, pero no la única. Tradicionalmente, en modelos socionistas, las religiones impregnaban toda la sociedad, formaban dogmas sólidos que tenían que asumirse a perpetuidad. Tales rasgos se han erigido y permanecen actualmente, incluso, como paradigmas de la Ética del Destino pese al cambio a un modelo individualista. Algunos sistemas filosóficos también contienen propuestas de este tipo: Existencialismo, Estoicismo, Epicureísmo, Aristotelismo, Cinismo… El descubrimiento de un camino o destino propio da sentido al individuo en su mundo de libertad y le confiere valores, principios o virtudes.


     III.2. Éticas del Destino.

 

 Si renegamos de toda Ética del Destino, tenemos que aceptar para nuestras existencias el implacable dictado de las leyes del mundo de la necesidad, abocarnos a unos valores y principios proporcionados por el Derecho o las ideologías, y aceptar el destino marcado: la muerte. El mundo de la necesidad no nos ofrece otro final. Nuestro mundo de libertad y el deseo que ello conlleva se rebela a dicha resignación, ofreciéndonos destinos alternativos, complacientes o no, que llevan consigo un código de virtudes que nos haga dignos y acreedores de dicho destino.

  El destino ofrecido puede ser de diversa índole, inmanente o trascendente: el Paraíso, la resurrección, el Hades, la felicidad, el placer, el eterno retorno… En todo caso, el destino puede ser el final, pero también puede concebirse como camino: así el destino sería nuestra proyección en el pasado, en el presente y en el futuro: cada acción del individuo implicaría ya una proyección de dicho destino. El Destino sería tanto lo que me esperase por recorrer, como lo ya recorrido. Cada una de nuestras acciones define nuestra existencia y nuestro compromiso con nosotros y con el mundo y se proyecta hacia nuestro destino.

  Por lo que se refiere a destinos inmanentes, como el placer o la felicidad, decir en primer lugar que implican una resignación al mundo de la necesidad. Aristóteles optó por la felicidad, Epicuro por el placer, Zenón de Citio por la “apatheia” i la “ataraxia”. ¿Son destinos o puros estados de ánimo? No es necesario responder a esta pregunta: en la esfera de la libertad cada cual puede configurar, proponer y elegir su destino.


   III. 3.  Ética del Destino: libertad o necesidad.


  La Revolución Científica y la Modernidad pusieron en primer plano el juego de las leyes de la necesidad. Pero el golpe de gracia al mundo de la libertad vino un siglo más tarde, cuando el Materialismo Histórico extendió la visión de las leyes de la necesidad a nuestra visión histórica (relato de la Humanidad). Admitir que la Historia es un flujo imparable de causas y consecuencias de fenómenos que se entrelazan, en los que poco cuenta nuestra Libertad, fue un golpe tan duro para la Ética del Mundo como para la Ética del Destino (“Muerte de Dios”), eclipsada desde entonces por la Ética de las Ideologías, que ciñe sus valores, principios y compromisos al mundo de la necesidad. Las ideologías no se basan en ninguna visión trascendente y sus logros se relacionan con recompensas materiales asociadas al bienestar. Son construcciones libres, vinculadas a lo material e inmanente. Proponen sistemas político-sociales necesarios (impuestos), en los que no tienen importancia los valores individuales, pues el propio sistema los proporciona; con ellas trata de revivir un nuevo socionismo en su versión materialista, de índole política y no religiosa. Una Ética digna, como máxima aspiración de Libertad, ceñida a la autonomía de voluntad del individuo, no puede admitir a las ideologías en su seno.  


    III. 4.  Una “humilde” propuesta.


   Aprovecharé este espacio para exponer una de las Éticas del Destino que más me ha conmovido y seducido: el Existencialismo y sus anhelos de Libertad y Responsabilidad.  Considero que los dos cometidos básicos de mi existencia son los de vivirla lo más cercana posible a la plenitud y el de proyectar mi individualidad en el seno de la Humanidad, incluso aún cuando todo esto implique infelicidad. La Ética del Destino supondría concebir la existencia como una narración, cuyo espectador principal fuese yo mismo, y en ella se incluirían todas mis acciones y las que quedan por venir. 

  Vivir en plenitud implicaría la satisfacción de nuestra propia individualidad asumiendo una existencia en la que se acumulasen experiencias intensas, variadas, enriquecedoras; conllevaría virajes imprevistos, periodos de crisis y de crecimiento personal, angustia y una sucesión de retos, más difíciles para los ambiciosos que para los humildes. Imprescindible para ello sería una voluntad firme.

  Proyectar nuestra individualidad supondría la necesidad de que los individuos participásemos en el curso de la Humanidad y del Mundo con nuestro trabajo, ideas, obras... La forma más rudimentaria es trayendo hijos. Dicha individualidad se podría proyectar tanto en sentido beneficioso como perjudicial. Imprescindible sería aceptar nuestro compromiso responsable con el Mundo. 

  El gran perdedor de la Ética existencialista es el que se cruza de brazos, aquél cuya actitud ante el Mundo es la de no hacer; pues incluso el que aporta lo malo se compromete, y la maldad conlleva lecciones para aprender y superar. El triunfo en la Ética del Destino existencial sería para aquellos proyectos de vida salpicados de bondad, plenitud y proyección en la Humanidad.


       III. 5. La Ética del Destino y lo trascendente. 


  La Ética del Destino se debate entre visiones inmanentes no materialistas (Epicureísmo, Aristotelismo, Existencialismo…) y trascendentes (religiones, Estoicismo…). ¿Qué es lo trascendente sino la gran utopía de nuestra Libertad?, ¿qué más grande ensoñación de la Humanidad en el mundo de lo posible que cruzar las fronteras y alcanzar el “más allá”?  

   Mi apuesta personal es la de no renunciar al “más allá”: pues me permite sacarle brillo a la fe y esperanza que de otro modo estarían cubiertas de telarañas. Quiero dejar un rincón abierto entre mis principios y valores que quepan lo “utópico” y lo “trascendental”. Creer en un “más allá” indefinido es poco más que nada. En el otro extremo están algunas religiones, ofreciendo un “más allá” concreto. El “más allá” al que yo me adhiero es un conjunto de múltiples posibilidades, unas vinculadas con el mundo de la necesidad (el eterno retorno, la cíclica repetición de los estoicos, los mundos paralelos) o con nuestra libertad, lo que implicaría que nosotros, la Humanidad, en un futuro pudiésemos alcanzar tales cotas de libertad que superaríamos las más imprevisibles limitaciones (muerte, resurrección, tiempo…). Entre este abanico de posibilidades, elijo la fe en que haya al menos una, y que ésta sea la mejor.

  ¿Qué es el “alma” sino un artificio según las ciencias y leyes del mundo de la necesidad, pero una excelsa creación de la Ética del Destino y un posible logro futuro en nuestro mundo libre?  


     III. 6.  La Ética del Destino y la Humanidad.

 

  La Ética del Destino es individual, pero proyectable y compartible. Las religiones antiguas y medievales ofrecen éticas comunes, colectivas, sociales; Occidente las ha asimilado como espacios de convicción individual. Desde Kant la Ética, especialmente la Ética del Destino, ha dejado de impregnar la sociedad para erigirse en un asunto individual. Pero como ya comenté con anterioridad, tarea colosal para cada individuo es la de configurar su propia Ética: de una Ética totalitaria hemos pasado, sin solución de continuidad, a una Ética disuelta. Quizás el verdadero problema de la Ética del Destino sea de ubicación: ¿en la sociedad o en el individuo?, ¿en qué otro espacio podemos colocarla? En nuestro Patrimonio Común. Las propuestas de Éticas del Destino, compatibles con los derechos humanos y las libertades, podrían tener su espacio como dogmas elaborados por la Humanidad, libremente elegibles por los individuos. Compromiso de la Humanidad sería el de recoger las diversas propuestas de la Ética del Destino, ofrecerlas a los individuos y divulgarlas a través de los sistemas educativos estatales u otros espacios públicos.  Las Éticas del Destino seguirían siendo una opción individual, no impuesta socialmente, pero implícitas en el Proyecto Común de la Humanidad. Cada individuo podría elegir una, o una mixtura de ellas, o configurar la suya propia o no tener ninguna. Aceptar los principios y valores de una de esas éticas, con mayor o menos intensidad (la budista por ejemplo), no debería entrañar necesariamente una opción irrenunciable, podría guiar un período de la existencia (diez años, por ejemplo), y luego tras la inevitable crisis, aceptar otra alternativa o quedarse en nada. Ninguna Ética del Destino debe imponerse, ni debe asumirse como un inalterable dogma, ni aceptarse para toda la vida: la idea del dogma perpetuo forma parte de paradigmas heredados por las religiones arcaicas que deberían ser superados.



                    CONCLUSIÓN: Instrucciones para salir de la jaula


  En la película “El hombre con rayos X en los ojos” (The Man with the X-ray eyes, Roger Corman, 1963), el protagonista, el doctor James Xavier (Ray Milland), obtiene, a través de unas gotas experimentales, una visión más profunda de las cosas. Encarnarse en el doctor James Xavier de la Ética es un ejercicio de escasa humildad y, sin embargo, no negaré que éste ha sido mi propósito. No conozco ciudadano alguno con quien haya discutido en el ámbito de la Política o de la Ética que se atreva a poner en tela de juicio la propia “estructura” de su mundo libre. Sólo veo estupor en sus rostros cuando me dedico a poner patas arriba el conjunto de paradigmas con los que postulan inconscientemente sus principios y valores. Si les digo que me aterran las elecciones, que los ciudadanos votan irresponsablemente, que la Democracia es un sistema decadente, o que los Estados son un obstáculo para el logro de intereses mundiales, algunos quedan desbordados por el abasto de la afirmación y otros me miran como lo harían a alguien que ha perdido sus cabales: su discurso debe permanecer dentro de unos límites claros e infranqueables. No hay que atreverse a cruzar las barreras del sistema. La peor de las jaulas es aquella que no vemos. Los barrotes más eficaces son los que uno mismo se construye y, por ello, es incapaz de advertir. No hay nada más subversivo contra la propia Ética que aquella acción que ignora los motivos o tomar un camino ignorando el por qué. ¡Cuán lamentable es que nosotros, los humanos, hayamos desistido de dotar de un sentido a nuestras existencias! Nuestra dignidad depende en buena parte de la Filosofía y la Ética: advertir la “jaula invisible” que nos encierra, una jaula de paradigmas que nosotros mismos hemos construido y de la que debemos salir en pos de la Libertad.



BIBLIOGRAFIA


  El “Mundo y la libertad” es una obra que reúne información y reflexiones adquiridos a lo largo de toda mi vida: las menciones bibliográficas siguientes sólo pueden ser una vaga aproximación a los materiales (libros, audiovisuales, internet…) que en realidad han servido de base para mis argumentaciones. La mayoría de ellos han sido difundidos libremente, sin contraprestación alguna.


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